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Es importante el reconocimiento de lo que es o no filosofía, de lo que es o no un filósofo, pues de eso depende por entero la existencia del Estado ideal y del filósofo. Dice Jaeger: «El Estado perfecto de Platón no es sino la forma de la comunidad necesaria para conseguir un pleno desarrollo de las habilidades filosóficas del hombre»1. Esto es cierto, un Estado que fomente la filosofía en vez de matar a los filósofos es una aspiración de lo más loable. Pero es cierto también que el pleno desarrollo de estas habilidades es condición necesaria para que todos puedan alcanzar el desarrollo máximo de sus propias habilidades y, de las filosóficas hasta donde puedan según su propia naturaleza. Nadie queda excluido del estudio filosófico mientras se muestra capaz de seguirlo; que no todos puedan es un hecho natural. Por eso hace falta una definición de lo que es el filósofo y una manera de encontrar a quien puede dirigir al Estado justamente.
En la República se ofrecen dos tipos de definiciones de lo que es el filósofo. La primera, en el libro V, toma en cuenta muy principalmente la naturaleza que lo acompaña y que es condición de su surgimiento; más delante, ya en el libro VII, se refiere al filósofo consumado, que ha contemplado la Idea del Bien y ha comprendido la realidad y que, en este Estado, está obligado a encargarse del gobierno. No sobra decir -para evitar confusiones- que estas dos definiciones no se contraponen; que, nuevamente, responden a las necesidades del argumento. En la República, como en general en los diálogos platónicos, existe un avance, en cuanto a claridad del argumento, a lo largo de la investigación; sin embargo, en la República se da el caso de que el avance argumental constituye una clarificación de lo antes dicho, no en el sentido de delimitar la tesis, agregándole especificaciones o suprimiendo ambigüedades, sino que se explica el contexto en el que se sostienen y, de esta manera, modifican no su significación intrínseca, sino su aplicación y la forma de llevarlo a la práctica en la constitución del Estado, que es de lo que trata el diálogo. Es decir, que las definiciones que aparecen en los libros V y VII son equivalentes, pero cada una expuesta de acuerdo con el contexto que la precede. Lo que se dice en el libro VII no podría aparecer en el V, pues sería incomprensible cabalmente, y viceversa: lo que aparece en el libro VII sería insuficiente (que de ninguna manera innecesario) en vista de lo que ya se sabe y se ha expuesto en las alegorías precedentes.
Definir al filósofo se hace necesario porque Sócrates declara:
A menos que los filósofos reinen en los Estados, o que los que ahora son llamados reyes o gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado, y que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía, y que se prohíba rigurosamente que marchen separadamente por cada uno de estos caminos las múltiples naturalezas que actualmente hacen así, no habrá […] fin parar los males de los Estados ni tampoco, creo, para el género humano2
Lo antedicho implica una defensa en contra de quienes tomarán esta afirmación como contraria a lo que se puede deducir de la actitud y noción que hay de los filósofos. Hay que definir al filósofo y explicar la causa de la errónea impresión que de ellos se tiene.
Al principio sólo se toma la palabra en su sentido etimológico: “amante del saber”, pero, al parecer insuficiente esta acepción, hace falta especificar todavía el sentido en el que se dice. Se llamará “verdaderamente filósofos” a los que aman el «espectáculo de la verdad», que no es más que comprender la existencia de las Formas y su contemplación. La distinción radica en lo que legítimamente se puede denominar conocimiento, saber. Aparece entonces la correlación entre lo ontológico y lo epistémico; dice Platón «el conocimiento científico [ἐπιστήμη] está por naturaleza asignado al ente, de modo que conozca cómo es»3; a la opinión, que es intermedia, entre la ignorancia y el saber, corresponde lo que a la vez es y no es, lo que deviene, aquello cuya esencia se nos escapa y que está particularizado, que aprehendemos por los sentidos, pero que no puede conocerse por ser siempre cambiante; es el producto de las sensaciones. Platón reafirma que existen las Formas de las cosas sensibles, pues ninguna de ellas escapa a la contradicción: «de esas múltiples cosas bellas, ¿hay alguna que no te parezca fea en algún sentido? ¿Y de la justas, alguna que no te parezca injusta, y de las santas una que no te parezca profana?»4. Esto es, que cada cosa particular está conformada por una mezcla de varias Formas, ninguna de las cuales manifiesta en su totalidad, y además, incluyendo su Forma contraria. Esto es lo que constituye la realidad sensible, «ni aparecerán [estas cosas] como más obscuras que el no ser como para no ser menos aún, ni más luminosas que el ser como para ser más aún.»5. Así, hay una primera distinción, que es entre los filósofos y los filódoxos [φιλοδόξους], éstos últimos que «aman y contemplan bellos sonidos, colores, etcétera, pero no toleran que se considere como existente lo bello en sí»6. Platón lo aplica específicamente para discriminar a «todos los que aman los espectáculos con regocijo por aprehender […], los que aman las audiciones […y] recorren las fiestas dionisíacas para oír todos los coros, sin perderse uno […]»7, lista a la que podrían añadirse varios más y a quienes Glaucón había injustamente incluido como amates del saber.
Jaeger, Werner. Paideia: los Ideales de la Cultura Griega. Vol. III. México: FCE, 1957. p. 673.↩
V 473d-e↩
V 417a↩
V 479a. Más tarde, refiriéndose a la formación del filósofo, Platón aludirá a este tipo de cuestiones como el contacto primero con la filo-sofía, que hace buscar unidad en la multiplicidad, definir cómo es posible que una cosa sea una y múltiple.↩
V 479c↩
V 480a↩
V 475d↩