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Hay dos formas en las que se malogra la filosofía y su estudio: cuando una naturaleza adecuada es pervertida y se aleja de la filosofía para acercarse a la sensualidad, y cuando alguien incapaz se allega a la filosofía en busca del prestigio que ésta tiene. Esto es producto de la injusticia en los Estados.
La naturaleza filosófica, de inteligencia aguda y buena memoria, dejada a su suerte, a mereced de las adulaciones más bajas, alejada de cuanto le es congénere y reprimida en su deseo de buscarlo no conocerá aquello que le producirá el placer que le conviene: el del espectáculo de la verdad. Pero una persona simplemente no puede vivir sin asirse a algo que lo mantenga expectante y queriente; en este caso las adulaciones le proporcionarían un complemento indigno, pero el único que encuentre. No es suficiente, pero, sin darse cuenta de que es un error buscar más de lo que antes no fue otra cosa que un débil suplemento que desaparece enseguida y que incluso deja de tener sentido en su propia ejecución, busca más cada vez. Dotado, como está, de una naturaleza capaz, y buscando en la sensualidad lo que sólo podrá encontrar en el verdadero conocimiento, dirigiendo, por lo tanto, su mirada hacia ello, se adentra más y más en los terrenos que ha decidido, pues su naturaleza se lo permite y, siendo más capaz que los demás, llegará más lejos en su intento. Por esto una naturaleza noble malograda llega a convertirse en un tirano, el más infeliz de todos los hombres. Y si bien esta naturaleza no puede conocerse como filosófica, sino sólo como de mayor dignidad (pues le hace falta lo que antes se ha dicho: moderación, justicia, mesura, búsqueda de lo idéntico, etcétera) es muy probable que, en un contexto más favorable, habría adquirido estas características y, si no fuera así, por lo menos se evitaría el daño que se hace al Estado con su deformación1. Se es infeliz porque su naturaleza exige algo más que lo sensual para satisfacer su necesidad, pero la educación y la sociedad sólo le ofrecen el producto de naturalezas mediocres, con lo que está condenado a no alcanzar la felicidad de la sensualidad ni la del conocimiento.
Complementario a la infelicidad, está la parte de la maldad, según nos dice Platón, «esos que son considerados malvados, aunque en realidad son astutos, poseen un alma que mira penetrantemente y ve con agudeza aquellas cosas a las que se dirige, porque no tiene la vista débil, sino que está forzada a servir al mal, de modo que, cuanto más agudamente mira, tanto más mal produce»2. Tomando en cuenta que la educación consiste en hacer cambiar la dirección de la mirada, esta maldad es producto de la ignorancia. Efectivamente, lo que se hace es siempre en busca del propio bienestar, si se hace algo malo, es obvio que -aunque se diga otra cosa y aunque se esté convencido de que se es sincero cuando se la dice- se cree que eso es bueno, al menos para sí mismo.
Por el otro lado están los que, siendo incapaces, se acercan a la filosofía. Aquí podemos encontrar, en primer lugar, a los filódoxos, que Platón no consideró en este sentido al presentarlos, pero que, tomando en cuenta la cita que se halla más arriba, en la que se lee «no dirás que semejante hombre [el que no ha pasado los estudios necesarios, ni puede dar razón de lo que dice, sino que lo dice por imitación] posee el conocimiento del Bien en sí ni de ninguna otra cosa buena; sino que, si alcanza una imagen de Éste, será por la opinión, no por la ciencia» (534c), es perfectamente factible que haya quienes, fascinados por discursos tan sublimes, se acerquen a éstos; pero siendo incapaces de comprender lo que significan (así por carecer de la capacidad como por carecer de la verdadera vocación), no pudiendo diferenciar un discurso verdadero de uno falaz, por no estar familiarizado con la verdad, aceptarán ambos mientras le parezca encontrar coherencia, o no se sorprenderán por que el discurso falaz la tenga siendo que en el discurso verdadero tampoco puede verla, ya que no comprende el hilo de la argumentación y, a continuación, juzgarán ambos, no atendiendo a lo que dice cada uno (pues el verdadero no lo entienden y el falaz no es entendible de suyo) sino al que le parece que llena más sus expectativas y que le provoca una mayor complacencia, acercándose de un modo totalmente aficionado a una labor que no puede menos que implicar todo el sentido del vivir de quien la practica por una vocación y una necesidad de verdad, y también por repugnancia hacia el engaño (el voluntario y el involuntario).
Otros casos son abordados por Platón explícitamente; así, cuando la filosofía ha sido abandonada por aquellos a cuya naturaleza correspondía, «al ver otros petimetres que la plaza ha quedado vacante pero colmada de bellas palabras y apariencias, tal como los que huyendo de la cárcel se refugian en el templo, también estos escapan desde las técnicas hacia la filosofía, y suelen ser los más hábiles en esas sus tecnicillas»3. Tratando así a la filosofía del mismo modo que hacen con las artes de la sección β de la línea, suponiendo principios y llegando a conclusiones; y juegan con los argumentos filosóficos, y los convierten en argucias, y se divierten armándolos y desarmándolos según su estructura, pero sin comprender lo que significan en realidad, y es por eso que juegan con su forma, dejando intacto el fondo, pues su mirada no penetra más allá. Siendo así que Platón exigía todo lo contrario: tratar a las artes con una mirada filosófica; éstos tratan a la filosofía con una mirada técnica y se inventan argucias que no van más allá de las palabras (como ejemplifica Sócrates en v 454a4).
También esto: «cuando hombres indignos de ser educados se acercan a la filosofía y tratan con ella de un modo no acorde con su dignidad, ¿qué clase de conceptos y opiniones crees que procrean? ¿No serán lo que podemos entender por ‘sofismas’, carentes de nobleza y de inteligencia verdadera?»5 Esto no se debe a otra cosa que a la misma naturaleza de la filosofía, «puesto que son filósofos los que pueden alcanzar lo que se comporta siempre e idénticamente del mismo modo, mientras no son filósofos los incapaces de eso, que, en cambio, deambulan en la multiplicidad abigarrada»6 y a que, como ya se ha visto, el mirar filosófico está siempre dirigido a alcanzar la esencia de lo que se estudia, mientras el mirar filodóxico se limita a comprender lo que aparece y, siendo más las miradas de este tipo, llegan a imponerse y a canonizarse; pero éstas son además, como la naturaleza de lo que analizan, sujetas de cambio, lo que las arranca del ámbito del conocimiento posible, siendo que «si alguien intenta instruirse acerca de cosas sensibles, […] afirmo que no ha de aprender nada»7.
Tal vez un caso más, del que Platón no se ocupa, sería el de aquellas naturalezas bien dotadas que han sido pervertidas por el ambiente y que, una vez que tienen ya la tendencia hacia lo sensible, se acercan a la filosofía, quizá no difiera demasiado de los casos antedichos, como no sea en que sus comentarios serían más agudos, aunque sobre la misma tendencia; pero, lo que se haría manifiesto en este caso, sería la necesidad de una distinción más, entre las naturalezas aptas para la filosofía y las naturalezas filosóficas. Las primeras serían relativamente frecuentes, y sólo cumplirían los requisitos de la agudeza intelectual y la capacidad de memoria, que son los únicos que, estrictamente hablando, podrían estar determinados genéticamente; mientras que las segundas (las naturalezas filosóficas) responderían a la descripción que hace Platón, que incluye la justicia, templanza, etcétera, cualidades que se determinarían en la infancia temprana, pero que, posiblemente, puedan inculcarse después. Éstas sí serían verdaderamente escasas.
Debe entenderse la vehemencia con la que el Sócrates platónico destaca las restricciones para practicar la filosofía (en especial la dialéctica), no sólo en virtud del desprestigio en que se haya por los practicantes indignos, ni siquiera por el hecho de que estas trasgresiones a la naturaleza de las cosas terminarían convirtiendo a la filosofía en una especie de filodoxía más refinada, condenado a los verdaderos filósofos a una segregación mayor (no sólo alejados de la sociedad, sino también del mismo amparo de la práctica de la filosofía y, si antes había naturalezas que no encontraban el camino de la filosofía, el riesgo será doble pues, las que sí lo buscaron, pueden creer haberlo encontrado en la pseudo-filosofía); ni siquiera para defender el nombre de la dignidad -que es superlativa- que merece su estudio; esta vehemencia resultaría, principalmente, de que si sucediera esta combinación insana de naturalezas se rompería el principio fundamental en el que se basa la constitución del Estado aristocrático utópico: la justicia, y significaría la irremisible degeneración del Estado y, en consecuencia, de la posibilidad de encontrar «fin para los males de los Estados ni tampoco para el género humano».
Esto último se entiende, en el contexto político de Platón. Con la organización política y social, tan restrictiva, y tendiente a mantener las mismas estructuras, manejadas por relaciones de cercanía, es poco probable que sea una naturaleza sobresaliente quien llegue al poder, más bien todo lo contrario, con lo que el daño que se causa queda generalmente sobre sí mismo y sobre el ámbito en el que se desarrolla.↩
VII 519a↩
VI 495c-d↩
«Porque me parece que muchos van a parar a dicho arte [el de la disputa] incluso sin quererlo, ya que no creen contender, sino argumentar, a causa de su incapacidad para examinar lo que se dice distinguiendo especies; persiguen la contradicción de lo que se ha dicho, antes atentos meramente a las palabras, recurriendo a argucias, no a argumentos»↩
VI 496a↩
VI 484b↩
VII 529b↩