Recostado en el pasto, o en la arena… Tantas cosas hay, y tanto el tiempo ajeno. Si se pudiera capturar, si pudiera robármelo, y que fuera todo para mí; solito yo, solito siempre.
No son las palmeras, ni las olas que rompen indiferentes y juguetonas, ni el estómago lleno, digiriendo vidas que no le corresponden (soles de otros tiempos): Es la disolución que, escondida en el imperceptible instante, avanza impávida y serena, saboreando su ser la única eternidad. Es eso lo que hace al día sonriente; este día de hoy, con todas sus luces. Y nosotros, entes decadentes, persiguiendo ingenuos la luz; la de una mueca afirmadora o la de un postre… volcados todos a las pocas ventanas que se abren de la piel al infinito grosero de la impertenencia, a la irrecuperable cavidad de una madre.
¿Serán las pantallas la luz de estos días?, ¿será su fulgor la ilusión de la ternura, el espacio de la cabida, la carne de otra carne? La digestión agónica de lo metafísico, la inanición fatídica de nos, fantasmas resignados, pneumas estancados.
Albricias, sin embargo; pues los colores no nos han abandonado, y los amores nos ignoran por pura vanidad, y en ella han de ahogarse, ¡desdichados!, sabiéndose minúsculos y creyéndose dueños de lo inexistente.
A veces las calles mantienen con ellas, permeadas en su color y en su tierra, no sólo a los pasos, sino a las figuras enteras que soportaron alguna vez. Los movimientos y los vientos reviven de aquellas noches y tardes, y acosan desde sus presencias imponentes, estoicas, coloridas.
Los fantasmas quedan adheridos a los muros, a los concretos y a los asfaltos. Las palabras y las risas vuelven a oírse; los colores de las ropas, a verse… la frescura de la noche sentados en un columpio, la desaparición de la palabra “mañana”. La gente sin miedo de lo que escucha, ¿adónde se ha ido ahora? ¿Habremos cambiado de lugar o habremos cambiado de miedo?
Hay en esta ciudad muchos sitios embrujados.
Hilary Duff vino a visitarme en sueños y su visita me revertió el mundo en el de adoloescente. Sus palabras llegaban y se depositaban en mi realidad con la fuerza que éstas sólo llegan a tener en la plena consciencia y el crecimiento —irrenunciable, por lo demás, en esos años— conjugados. Sí, crecimiento, señores, cada día nuevas y más conexiones neuronales…
Yo la miraba de la manera en la que se mira a un héroe, y ella me rechazó sin darse cuenta de mi admiración, tan esforzada que estaba en ser sí y en decirme lo de sí… pero si no lo hubiera estado, si me hubiera dejado tomar el control, entonces todo habría terminado mal, porque yo me detesto a mí mismo; no es por despertar compasiones u odios, es como es. Y su mundo estaba lleno de cosas que al mismo tiempo me hacían sufrir como pocas veces y se revestían de la solemnidad más sagrada; magnánimo y virtuoso me sentía de saber lo de sí y sufrir y callar y querer que fuera cierto, con tal de que siguiera ella‐siendo.
Sus palabras quedaron en mí, y no sólo sus palabras: un poco de mi propia adolescencia también volvió: la tragedia como elogio, el único posible, de la vida.
Después, el sueño negro todo lo cubrió y al despertar vino la confesión: ésta es mi realidad, aquí es donde debo encarnar todas las palabras. Y así ha sido, por un tiempo que todavía perdura, no sé por cuanto más.
Hay un destino que comparten todas mis cosas, las que me pertenecen y que se encuentran en situación de in‐reconocimiento, es decir, que cuando se cruzan en mi camino provocan apenas un leve recuerdo además de una gran extrañeza. Cuando eso pasa las tomo, las observo, atesoro su color y su aroma, mis ojos las acarician por última vez, leo su texto —si existe— y pasan un tiempo en un rincón especial, en un limbo del deshecho. A veces es una caja, a veces una bolsa, a veces sólo un montoncito aparte en un sitio reconocible como ese limbo. Las guardo para no deshacerme de ellas, porque no soy capaz, luego del idilio que les comento, de dejarlas ir, de aceptar que ya no van a estar disponibles como ahora lo están, que ya no van a ser mías como ahora lo son… Se quedan ahí, esperando el destino inevitable; y es que no soy capaz de recordar una sola cosa que haya vuelto de este confinamiento; francamente no creo que la vaya a haber nunca. Luego de un tiempo, cunado el lugar que les fue asignado aparece él mismo como extrañeza de mi habitación, todo es desechado sin miramientos, sin preguntas, con la absoluta certeza de que todo lo que ahí se encuentra me ha dado todo lo que puede darme, que le he arrebatado todo lo que de ello quiero que constituya un recuerdo en mi vida. Y esa certeza me sirve para tirarlo todo, sin más.
Mientras, puedo observar a mi izquierda ese montículo de papeles y de cosas como un monumento cambiante pero perenne a mi cobardía, a mi apego a la seguridad (de tener, de haber olvidado). Alguna vez debería poder hacerse un limbo de deshecho de sentimientos, de lugares, de personas. Pero eso no es posible: por hoy, sólo queda dormir.