Las cosas tienen destino
Hay un destino que comparten todas mis cosas, las que me pertenecen y que se encuentran en situación de in‐reconocimiento, es decir, que cuando se cruzan en mi camino provocan apenas un leve recuerdo además de una gran extrañeza. Cuando eso pasa las tomo, las observo, atesoro su color y su aroma, mis ojos las acarician por última vez, leo su texto —si existe— y pasan un tiempo en un rincón especial, en un limbo del deshecho. A veces es una caja, a veces una bolsa, a veces sólo un montoncito aparte en un sitio reconocible como ese limbo. Las guardo para no deshacerme de ellas, porque no soy capaz, luego del idilio que les comento, de dejarlas ir, de aceptar que ya no van a estar disponibles como ahora lo están, que ya no van a ser mías como ahora lo son… Se quedan ahí, esperando el destino inevitable; y es que no soy capaz de recordar una sola cosa que haya vuelto de este confinamiento; francamente no creo que la vaya a haber nunca. Luego de un tiempo, cunado el lugar que les fue asignado aparece él mismo como extrañeza de mi habitación, todo es desechado sin miramientos, sin preguntas, con la absoluta certeza de que todo lo que ahí se encuentra me ha dado todo lo que puede darme, que le he arrebatado todo lo que de ello quiero que constituya un recuerdo en mi vida. Y esa certeza me sirve para tirarlo todo, sin más.
Mientras, puedo observar a mi izquierda ese montículo de papeles y de cosas como un monumento cambiante pero perenne a mi cobardía, a mi apego a la seguridad (de tener, de haber olvidado). Alguna vez debería poder hacerse un limbo de deshecho de sentimientos, de lugares, de personas. Pero eso no es posible: por hoy, sólo queda dormir.