5.2

El diá-logo es una forma de la expresión que consiste en manifestar sensitivamente el sentido de una concepción como λόγος [como palabra]. Ya más arriba se había dicho que el διά del diá-logo significa al acto por el que se pone sensitivamente [por el que se designa] el sentido de lo que se concibe y la sensación que se asocia con la palabra que se dice. La palabra es una evocación asociada a sentimientos, es una manifestación intensiva de lo que Soy que —cuando se posee un lenguaje— tiene tal familiaridad con la palabra que se le manifiesta desde sí; de la misma manera en la que acaece un sentimiento como contacto de lo que Soy a lo que existo, así se da a mi existencia la palabra, como un impulso por alcanzar la representación que con ella se convoca, con la diferencia de que el deseo de la palabra se sacia en su mismo aparecer, pues la objeción sonora que la constituye se alcanza desde Mí; es decir, que la designación de lo que manifiesto motivacionalmente se convierte en un movimiento intensivo y el acto del habla se incorpora como una manifestación más de lo entitativo a lo existencial. Cuando este logos —que mana de la entidad— se queda en la inefectividad de la consciencia [cuando permanece como evocación intensiva] entonces se trata del pensamiento; de otro modo {cuando se pone entre lo real como sonoridad} es —más propiamente— un diá-logo. Sobre lo primero se trató con más detalle en el apartado de “La palabra – el pensamiento” (véase: pág. 104ss); lo segundo es el tema de este capítulo

Cuando se habla a lo allende lo Mío, el diá del diálogo consiste no en pasar desde mi entidad hasta mi existencia, sino del cuerpo que Soy hasta lo real, hasta manifestarse acústicamente y ponerse dispuesto a que lo escuche quien quiera y quien pueda hacerlo; es decir, que se trata de colocar al logos como objeción para la sensitividad del otro para que lo reciba, para que le llegue y que pueda encontrarse con lo que concibo desde mí y, en algunos casos, tal como lo concibo, pues siendo la palabra tan familiar a mi entidad hace las veces de sensitividad franca entre lo que Soy y lo que existo. La palabra que se pone en sonido para que la reciba el otro nace de lo que Soy; es una dación de lo mío, en efecto, pero no es así de puro como se ha dicho. La designación de lo que se ha de decir viene de la historia Mía y de lo que mi palabra signifique para el Yo que designa su sentimiento con ella. Las palabras son objetos [objeciones sensitivas] de una liviandad tal, que en su contacto con el que las percibe no provocan una concepción de sentido en tanto sensitividad, sino principalmente como evocaciones del concepto que el que es apelado por ellas sub-pone bajo el sonido que las constituye. Lo que hay en el mundo en el que me sitúo tiene un sentido, los sentimientos que constituyen mi ánimo indican el desde dónde y el hacia dónde de lo que me apela, lo conciben y me manifiestan lo que ello significa para mi entidad, lo que el Yo-ente responde ante su objeción. Y no sólo en cuanto a la concepción sensitiva de lo que me encuentra en la actualidad, sino también en cuanto a la concepción imaginativa que {por la emulación del ingenio} funda la especulación del mundo (en que manifiesta su posibilidad).

Estos sentidos que ocurren a mi existencia se dan como la sensitividad y como la especulación que son, y ya que es imposible poner en el mundo allende lo que me acaece por la sujetividad respecto de mi entidad, permanecen sólo conmigo. Lo que sí se puede hacer común es el sonido —y sólo el sonido—1 que son las palabras, pero nunca el sentido mismo que ocurre a mi existencia en la concepción de lo que me pasa ni de lo que especulo del mundo.

La designación de la palabra o de la expresión lingüística que deba manifestar el sentido o la situación especulativa que concibo en lo de Mí es ya, por el sólo hecho de no ser idénticos la palabra {sonido} y el sentido en mi consciencia {sensitividad intensiva y especulación del mundo}, una traición a lo que se busca expresar. Las palabras, como objeciones sensitivas que son, carecen de una comprensión de por sí de sí mismas; todo lo sensitivo, en tanto que tal, debe apelar a un ente que es el que sujeta la capacidad sensitiva [la consciencia] en la que finalmente se da la sensación; su concepto se aprende o se incorpora históricamente. Las palabras se dotan un sentido que es generalmente fijo y que se encuentra determinado por las vivencias a las que ha acompañado; por esto mismo es que no se puede encontrar en ese concepto que tienen las tales palabras —siempre las mismas— uno que coincida completamente con el que se tiene en la existencia, con la situación en la que me encuentro, y que se desvanece en el devenir. La igualdad entre la una vez y la otra del acaecimiento del sonido de una palabra es la que le da su propiedad más preciada: la de la restitución constante de lo mismo. Pero esto al mismo tiempo implica que lo que pasa en el yo que existo no tiene una manifestación fiel, sino que tiene que designarse con las palabras cuyos conceptos invoquen un sentido más semejante al que ocurre a la existencia y se busca poner en el mundo para que alcance a los demás.

Así, es imposible que las palabras manifiesten el mundo de mi vivencia con exactitud, y la sola necesidad de la designación es ya una confesión de esta imposibilidad.

El arrojar el logos desde la obscura nihilidad del inconsciente o de la abigarrada confusión de lo sensacional (ya hacia la consciencia para permanecer en lo propio como pensamiento, ya hacia lo ajeno para alcanzar la modificación de lo real y la apelación sensitiva) es siempre para que un ente —así sea el Mío— la reciba. Lo que se busca —con cualquier expresión— es que quede en el mundo lo que está en mi consciencia, es realizar mi situación existencial. Ex-presar es llevar a la objetividad sensitivo-perceptiva lo que se me da como especulación o como sentimiento. En tratándose de una expresión para un otro, lo que se busca es re-producir en la consciencia del otro lo que está en la mía; es hacerlo que viva la vivencia que yo tengo [que entienda lo que entiendo, que sepa lo que sé, que sienta lo que siento]; es decir, comunizar lo Mío, llevarlo —por el vehículo de su sensitividad— hasta lo suyo. Y dado que la única manera en la que puedo llegar hasta la entidad de otro es por la consciencia, como una representación de lo real a su existencia, entonces se trata de afectar a lo real de tal manera que manifieste lo que a mí me pasa, para que al otro le llegue. En el caso específico del diálogo, la palabra [el logos] es lo que debe ponerse ante el otro para que él se encuentre con lo que me encuentro para que a su existencia ocurra lo que a la mía. Pero lo que se pone en el mundo es mi expresión y, por tanto, lo que le llega al otro son sonidos, objeciones sensitivas sin un sentido per se, más allá de la sensitividad misma. Lo que es decir que todavía el sentido que designé a la palabra tiene que ser des-cifrado por quien la recibe.

El logos que es puesto por mí en el mundo es sonoridad, una manifestación adecuada a la capacidad auditiva de un ente que la tenga; es, en el mundo, vibraciones sonoras. La modificación de lo real y de los otros entes ante su objeción es mínima. Un sonido no tiene —como tampoco cualquier otra apelación sensitiva— un significado consustancial a su objeción; no por lo menos uno que implique algo más allá de las meras determinaciones sensitivas {de placer o de dolor}; toda significación se les ha de brindar en la determinación del que es apelado por ellas a partir de lo que ha sido de sí. Si yo escucho que alguien habla en un idioma extraño, no hallo sentido en eso que se emplaza en mi existencia porque éste no está depositado en la sonoridad, en la palabra como sensación, sino en la palabra como concepto. Pero la concepción que cada uno haga de lo que lo apela depende de las instancias de su entidad [de su historia y de sus disposiciones]: aun si fuera exacta la correspondencia entre la palabra que me brinda quien la expresa y lo que ocurre a su existencia, si no es igual el concepto mío de esa palabra, entonces no estaría en la posibilidad de comprender lo que se me dice tal como lo comprende desde su propia existencia quien me habla; a caso, podría entenderlo.

Todo lo que puedo concebir de lo que escucho es lo que me nace desde el cuerpo que Soy; los sentimientos y la dotación del sentido de lo que me encuentra en el contacto se dan a partir de lo semejante a ello con lo que me he enfrentado. El concepto que tengo Yo de una palabra me viene de las vivencias a las que ha acompañado, o de su definición por referencia a más palabras —y, por tanto, a más conceptos—. Entonces, lo que ellas pueden provocar en mí con su apelación es la re-vivencia de lo que me significan: el amor, la tristeza, la playa, el encanto, la voluntad, el hambre miserable… cuando escuche pronunciar estas palabras se evocará lo que he vivido de ellas, lo que ha sido de mí que cae bajo su concepto: si realmente me he desentendido de lo que Soy en pos del disfrute del tiempo con el ser amado o si sólo he estado con alguien de manera que se conjuntan nuestros mutuos intereses de cariño, si he tenido tanta hambre como para ser capaz de mendigara en las calles o si siempre a las diez horas de no comer la he satisfecho, si he sufrido tanto que la nausea de ser yo me ha llevado a vomitar o si sólo he tenido que gritar para alejar la atención de lo que me displace, etcétera todo eso está en la historia de lo que he sido y todo ello se restituye cuando se alude a las palabras que lo refieren; si realmente he tenido la vivencia de su acaecer en mí y la he incorporado o si sólo lo he aprendido por la conducta que los otros manifiestan cuando dicen vivirlo; si he sido capaz, cuando me pasó, de comprenderlo o si me conformé con vivirlo y entenderlo superfluamente… en cualquier caso, la apelación de la palabra provoca una restitución conceptual de lo que he sido y, por lo mismo, no me es posible concebir algo que no sepa**; esto es, que no se haya incorporado.

No es que, cuando se escucha algo que no se ha vivido, no se responda conceptualmente nada, sino que lo que se responda se hará desde el entendimiento sólo o desde la sapiencia propia. Esto quiere decir que no es que haya una sapiencia verdadera y otra falsa de lo que es (o que si la hay, ésta pueda ser determinada por alguien); lo que se trata de enfatizar es el hecho de que no se puede concebir lo que no se sabe porque es la sapiencia de quien dialoga [de quien atraviesa su logos por lo acústico para llegar al otro] la que determina la designación de su sentido al logos que pone en el mundo; es, empero, la sapiencia del que es objetado por ese sonido la que concibe el sentido que tiene en sí y, de esta manera, si no se tiene la misma o muy semejante sapiencia es imposible que el otro conciba lo que el uno a querido decir, tal como ha querido hacerlo.

La concepción levinasiana del discurso lo lleva a un campo más allá: «El discurso no es simplemente una modificación de la intuición (o del pensamiento), sino una relación original con el ser exterior»2. Y esto lo considera así porque, de acuerdo con él, el que habla se convierte en maestro:

La palabra, mejor que un simple gesto, es esencialmente magistral. Enseña ante todo esta enseñanza misma [la del señorío del que se expresa sobre ella misma], gracias a la cual solamente puede enseñar (y no, como la mayéutica, despertar en mí) cosas e ideas. Las ideas me instruyen a partir del maestro que me las presenta: que las pone en tela de juicio […]. El cuestionamiento de las cosas en un diálogo, no es la modificación de su percepción, coincide con su objetivación. El objeto se ofrece al recibir un interlocutor. El maestro —coincidencia de la enseñanza y del que enseña— no es un hecho cualquiera, a su vez. El presente de la manifestación del maestro que enseña sobrepasa la anarquía del hecho.3

Pues bien, el aprendizaje —y la posterior incorporación de eso aprendido— son posibles sobre todo a partir de una actitud expectante: aprender algo consiste en quedarse con su comportamiento y significarlo; es ir, pobremente al principio, emulando a lo del mundo en su comportamiento. Indudablemente, la escucha de un discurso que nace del otro humano en su humanidad representa en ese su nacimiento una relación de originalidad; esto es, que supone en el que habla la fuente de esos objetos y más: de ese sentido que hay ahora en lo de mí4, que se encuentra en mi existencia. En efecto, las palabras —por muy que versen sobre algo distinto— son ellas mismas una objeción que manifiesta al otro humano que me habla. Hay la maravilla de que conciba en mí sentidos de algo que no mana desde lo que Soy, que se me manifieste desde una objeción un mundo posible, una reflexión con la que no me sienta del todo familiarizado por no haber llegado desde lo aquende, sino desde el otro. Pero ello no exime a la experiencia discursiva de dárseme como cualquier otra (sensitivamente). Es precisamente la relación que puedo yo suponer como sentido que explique la vivencia de la escucha del otro la que constituye el thauma de desconocer el fundamento, la que me impone la maravilla de la espontaneidad del otro. Lo que me llega de él es muy más impredecible que cualquier otra relación en el mundo: es la extrañeza, y no sólo por el origen, sino por lo dicho mismo: hay algo ahí —se sabe— un sentido que yo no puedo reproducir (y es en esta incapacidad de la cabal comprensión de lo que se escucha que se conoce el señorío del que me habla sobre su discurso). Ésta, que es la enseñanza que principalmente funda el sentido del discurso como “relación original con el ser exterior”, es justamente incompatible con la absoluta enseñanza —sin provocación mayéutica— por parte de quien me habla. Hablar al otro y brindarle un sentido (sin que él haya de construirlo), sí, a partir de lo dado, pero desde lo él sabe sólo puede significar que el que recibe tal no ha comprendido, sino que se ha quedado en la sorpresa de la incomprensión (que es la que revela la alteridad del sentido fragmentado y disperso). Precisamente es el movimiento mayéutico el que en su ejercicio me da cuenta de la alteridad magistral: cuando, con lo dicho por el otro —y muchas veces no inmediatamente después de lo dicho— yo entiendo o comprendo desde mí algo que sin apartarse del mundo en el que ya me muevo lo pone de otro modo (le asigna una nueva suposición, descubre una relación inadvertida, me pone entre objetos-palabras que me agradan, me presenta sensitivamente algo que me inunde de sentimientos placenteros).

No se trata, pues, de negar que sea el discurso una relación a partir de la cual me puedo {a Mí mismo} dar cuenta de la alteridad y de la humanidad; simplemente pretendo resaltar que no es esa La Relación, ni es de tal tipo que difiera de las muchas otras en las que la existencia del otro me penetra y me hace experimentar —inevitablemente a partir de sus manifestaciones físicas— algo que nace desde sí (aunque nunca pueda ser lo que él tiene de sí desde sí, ni es su intención hacia el futuro ni en su situación ahora). Como ya se había dicho, la violencia del otro —que sólo puede ser desde un otro, y más gravemente desde un humano otro— también me lo pone —existencialmente— ante lo que Soy. También es en ella maestro de su alteridad, y de su mundo.

Pero no sólo el logos que viva y sonoramente me objeta es dialógico. La literatura es también un diálogo; aunque, como bien dice Platón[], un diálogo muerto. No obstante el material mediante el que la palabra del que habla atraviesa al mundo para llegar hasta lo de Mí, igualmente ocurre la designación e igualmente ocurre el desciframiento. La diferencia más grande es que, cuando se escribe o cuando se lee, se elude la manifestación franca de la humanidad del otro y se permite considerar de una manera más atenta el logos mismo que se da o que se recibe. Es decir que, al no tener la viveza de la presencia del que habla, ni encontrarme con la fuerza de la entidad (ni con la patencia de su motivación) que afirma lo que me dice, el texto aparece como lo único que se considera; la presencia del que escribe ya no me apela, no exige respuesta de mí (respuesta que no puede ser, como frente a un libro, de otredad, sino de humanidad). Es la muerte de la voz que me deja sólo con la palabra para mí, una y otra vez leída, y una y otra vez mía, pero sin el auxilio de la viveza, de la verdadera sapiencia que la funda, pretendiendo encontrar en mí la resurrección del sentido que —tal como lo imprimió el autor— ha quedado aniquilado, aunque insepulto. Algo semejante ocurre cuando se escribe: el destinatario no es —directamente— nadie, ni hay que responderle a nadie por lo que se plasma en el papel o en la computadora inconsciente. Esta ausencia de la persona —y la sola remisión a mí y al tema— puede ser de mucha ayuda para lograr una mejor inteligencia [un mejor entendimiento] de lo que se lee o una mayor concentración en lo que propiamente se dice (sin tener que mediar la consideración de la reacción del otro), en comparación con lo que se escucha o lo que se habla.

Pero una vez más hay que resaltar que es imposible concebir lo que el otro dice si no se tiene la sapiencia que supone él en su designación. Es inútil, pues, tratar de encontrar la filosofía —la verdadera filosofía— en los libros y en las palabras que alguien más ha puesto en el mundo, si antes no se tiene el conocimiento de lo que se habla, si antes —por lo menos— no se han considerado los temas filosóficos por la necesidad misma de la verdad, por la insoportable molestia del engaño y de la actuación sin saber de lo bueno y de lo malo más que por el impulso que ahora se presenta. El uso de la lógica para desentrañar con la mayor precisión que se pueda la posibilidad del mundo que describe el que habla y sus implicaciones no compensa la falta del filosofar propio para comprender la filosofía ajena, pues nos permite apenas un entendimiento de lo que dice. La sapiencia, por otro lado, sólo puede incorporarse en cada cual por el ejercicio propio de lo sabido, de la interrogación al mundo, del dejarlo que nos diga y del comprender lo que significa; y esto sólo puede darse porque nuestra propia motivación nos a impelido a ello, cualquier otra forma de intentarlo está destinada —en cuanto al verdadero filosofar— al fracaso.


  1. Como una aclaración: no es que sólo las palabras o la objeción sonora sean capaces de ello, sino que lo es igualmente todo medio que se pueda poner ante lo ajeno de la misma manera que se pone ante lo Mío y que se pueda repetir por el mero concurso de mi motivación (v. gr.: el lenguaje por señas), pero el humano ha encontrado en el sonido la manera óptima de reclamar para sí la más fácil modificación de la realidad para darse a los otros. Por otro lado, necesitaría haber tenido la vivencia de lo que es un lenguaje basado en lo visual para poder apreciar las diferencias que implica, pero eso me es ya imposible.

  2. Levinas, Emmanuel. 1.II.3 “El discurso”. En Totalidad e infinito. p. 89.

  3. Ibídem, p. 93.

  4. Como se ha dicho con insistencia, el sentido se brinda a partir de la propia concepción de lo que me toca. Sin embargo, la pretensión de toda concepción es precisamente que en ella se descubra el sentido que las cosas como tales me muestran (no porque lo tengan como mera sensitividad, sino como existentes en un mundo de comprobada efectividad para la realización). El sentido que yo concibo de las cosas, el que voy descubriendo que tienen a partir de su actuación, de la observación y de la receptividad que para entender y saber de lo que me enfrenta me es necesaria. De esta manera, si bien el sentido de la frase lo voy construyendo yo a partir de mi sapiencia, es el otro el que pone el objeto-palabra cuya historia no puedo inventarme, sino que está ligada indefectiblemente con ciertas experiencias que, sin significar cabalmente lo mismo, pueden ser lo suficientemente semejantes, si no para comprender lo que se me dice en el mismo sentido que se me dice, cuando menos para entenderlo con las mismas relaciones conceptuales que se me indican.