5.3

El arte

El arte es una especie del trabajo que tiene siempre un fin más expresivo que herramental o práctico; es una realización de lo que Soy cuando mi existencia está inundada de sentimientos sublimes, los que, por ser tales, inhiben la manifestación motivacional del Yo hacia lo que actualmente le objeta. Esta sublimidad implica que haya una concepción imaginativa de la posibilidad del mundo que me manifieste lo que hace a ese sentimiento o sentimientos que ahora se subliman; es decir que, ante la magnificencia del sentimiento que asalta a mi existencia y la ocupa casi toda desde su intensividad, se tiene que manifestar una posibilidad del mundo perceptivo, aunque especulado que venga a poner en esa perceptibilidad la fuerza y —por cuanto sea posible— el sentido de este sentimiento. Hay, pues, un afán de correspondencia cuya consecución es claramente imposible, pero que aún así no puede dejar de concebirse plásticamente.

La literatura [lo que se escribe] no es —bajo esta concepción— un arte (aunque la escritura es un trabajo [implica un movimiento de lo que Soy que me realiza para el bienestar]) porque su expresión se sigue dando como un logos [palabra], y no como la objeción perceptiva que me provoque el ánimo que tengo; es decir, que lo que se escribe sigue siendo una palabra que se pone en el mundo interobjetivo para atravesarlo y llegar a quien la lea y, por lo tanto, es un diálogo. Cuando el diá-logo [la palabra arrojada] expresa —al igual que el trabajo artístico— un mundo que refleja la provocación de los sentimientos sublimes que inundan mi existencia [que refleja la provocación de un ánimo sublime], no abandona por ello su cualidad dialógica, si bien es un diálogo artístico1. Pero del diálogo se habló apenas antes; lo que sigue es hablar de la obra artística plástica.

La realización de lo que Soy, no ya como la actuación en la realidad del impulso al que me tiendo para alcanzar el motivo, sino de una manera reflexiva, i. e., que implica esta dimensión entitativa en la que se concibe imaginativamente el mundo y se eyecta en su posibilidad; la realización, pues, de una habitación es el trabajo (del que se tratará en seguida; cfr. pág. 267). El arte es una especie del trabajo.

No puede darse el arte sin la dimensión reflexiva porque es en ella en donde se reflexa la posibilidad del mundo que manifiesta mi ánimo y a partir de la cual se determina el motivo al que me tiendo: no uno que está en la sensitividad del mundo, sino uno que me apela desde su concepción imaginativa y que, por eso mismo, no se trata de alcanzarlo como si estuviera esperando por mi encuentro, sino de ponerlo en el mundo de la posible intersensitividad, de manera que pueda también apelarme a mí, tanto cuanto a todas las existencias a las que toque.

Una obra de arte, entonces, es un reflejo plástico de lo que ocurre a mi consciencia que la sublima y que Me hace desear en la efectividad del mundo lo que sólo Me apela en la posibilidad reflexiva. El trabajo artístico consiste en hacer del mundo aquello que provoque el ánimo en el que estoy y que, por lo tanto, lo refleje. Es decir, se trata del mismo movimiento expresivo que se da con la palabra: los sentimientos que ocurren a mi existencia vienen ya asociados, en lo general, a vivencias de lo que he sido, a situaciones que los han invocado antes y esta sociedad determina que sean restituidas pero, obviamente, tal determinación no se ejercerá en la efectividad del mundo, que se encuentra allende lo de Mí, en donde mi motivación sólo mediatamente puede imponerse; en cambio, tal sociedad se verá manifestada cuando se conciban imaginativamente a mi reflexión todas estas percepciones y sentidos situacionales que acompañan al sentimiento sublimado. La objeción sensitiva de mis sentimientos al Yo que soy provoca la restitución de mi historia, pero no como una re-vivencia efectiva, sino como la concepción de eso en la reflexión del mundo. No se trata de la invocación de recuerdos, sino de la restitución de situaciones objetivas sin una referencia clara a lo que ha pasado; asociación sapiente, no inteligente. El arte es también creación porque lo que se hace no es plasmar lo que ha pasado, sino imaginar la existencia posible del mundo que refleje estos sentimientos; no re-poner lo que el mundo me manifestaba, sino manifestar lo que en la consciencia está puesto.

Pero la imaginación de la posibilidad del mundo sucede casi siempre que un fuerte sentimiento nos apela, sin que eso signifique un impulso artístico, es decir, una tendencia a realizar el enfrentamiento sensitivo con aquello que concibo especulativamente. No es suficiente que haya una concepción imaginativa de lo que podría manifestar en el mundo los sentimientos que Me apelan para que haya un impulso artístico hacia su realización, hace falta también que esos sentimientos sean sublimes y que inunden toda mi existencia [que me lleven a un ánimo sublime] y que cada pensamiento gire en torno de eso que siento y que cada nuevo sentimiento sólo se atienda si se le relaciona y que cada manera de encontrar-me sólo se pueda dar tomando como supuesto la presencia de eso que no me suelta, sino que me sujeta con la mayor crudeza que le es posible. Hay, ante esto, la necesidad de ex-presarlo, no sólo porque la proyección del encuentro especulativo con su manifestación mundana me impele a desearlo en lo real, sino porque hay un exceso en la gravedad de la emanación sensitiva de lo que Soy a lo que existo, porque se hace incontenible la oleada de sentimientos relacionados que me ocurren, que se siguen sin cesar y que parecen no tener fin, ni tener cabida en lo que Soy: el arte es un acto de incontinencia.

De la misma manera en que, por ejemplo, un sentimiento lascivo que me inunda se va haciendo de mi ánimo hasta que sólo puede darse la desesperación o la realización, así un ánimo sublime me desespera en su aparecer pero —a diferencia de la lascivia— no es un deseo por lo que se me presenta en el mundo, sino por presentar Yo en el mundo algo que sólo se representa imaginativamente y, por lo tanto, la atención que inunda toda mi existencia no es hacia una apelación sensitiva, sino a una reflexiva.

Toda manifestación de este tipo es artística; si la técnica es buena o mala, no es cuestión de la artisticidad, sino de la técnica misma. La maestría con la que se realice la manifestación plástica de lo que provoca el ánimo sublime que se expresa es ya producto de otras sapiencias, otras disposiciones y otros entendimientos que no se relacionan por principio con la sublimación, sino que participan en la imaginación de la posibilidad del mundo y en la ejecución del trabajo artístico. Por supuesto que es posible que alguien con una buena técnica imite la obra o el estilo, incluso superando la destreza, que quien en un primer momento expreso su ánimo en la materialidad del mundo; no es posible determinar ante una manifestación plástica y por su sola plasticidad si es producto de una expresión artística o si lo es de la ejecución de una técnica artística, ni me parece que haga falta determinarlo.

Lo que aquí se busca es describir lo que es el arte como un acto ex-presivo del humano, como la acción de verter a la realidad lo que mi ánimo sublime me hace concebir, y no la norma para que quien vea una obra pueda determinar si es artística o no: la artisticidad es característica del estado existencial que domina a quien hace la obra, de tal manera que un dibujo mal trazado, siempre que implique el estado de ánimo que antes se dijo es hecho artísticamente, otra cosa es que esté hecho “con arte” (en la acepción de «Conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer bien algo»2). Pero la obra que está ya en el mundo apela a quien se enfrente con ella, y es posible que una persona se encuentre con la manifestación plástica que otro ha puesto como expresión de lo de sí, y entonces se produce en aquélla una reacción; para esto hace falta todavía tratar lo que suele llamarse “recepción de la obra”, pues aunque no es parte propiamente del proceso expresivo, es algo que involucra a la obra así creada y que, además, es lo que puede llevar la comunización de lo que había en la subjetividad del que trabajó la obra.

Una vez en el mundo, la obra es un una objeción sensitiva para quien la enfrente, igual que todo lo ente. Pero no es —en su sentido para quien lo recibe— como todos los demás entes; es una obra en primer lugar, y en segundo una es la expresión de un ánimo particular, de lo que el obrero artista concibió como la expresión de lo que sentía, como aquello que plásticamente presenta en el mundo el estado de su existencia, de tal manera que lo que se ahí se manifiesta tiene relación directa —por lo menos ante quien la obró— con lo que sentía y con lo que concebía. De esta manera, una vez más —y como sucede con toda expresión—, depende de que se compartan las instancias entre quien se expresó y quien se enfrenta a la expresión el que se re-produzca el estado anímico del primero en el segundo. Si alguien para quien la pederastia es obscena plasma a un hombre maduro seduciendo a un adolescente, quien la mire podrá —dependiendo de si comparte o no convicción de obscenidad— compartir el sentimiento de indignación, que quizá fue el que se sublimó en el ánimo del obrero artista, pero si no es así, difícilmente sucederá. Sin embargo, este ejemplo queda un poco inadecuado porque, en general, las manifestaciones artísticas no se refieren a situaciones así (que tratan de manifestar una repulsión moral), sino a ánimos dominados por algún sentimiento de otro tipo; por lo general, de belleza, pero también de angustia, de terror, de esperanza y de muchos otros que con cierta facilidad pueden inundar la existencia de cualquiera apareciendo casi cómo únicos, de manera tal que prácticamente la abstraen de su atención a lo que hay en el mundo aparte de lo que siente.

Precisamente la plasticidad de la obra permite que la apelación de ella sea más universal (esto es, menos dependiente de la historia de quien la contemple) que la objeción dialógica, pues lo que manifiesta constituye una vivencia por sí misma. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música (e incluso la poesía y alguna literatura) hacen que quien las contempla se enfrente casi directamente con la situación que provoca en quien expresó con ella el ánimo incontenible de manifestarla. Lo que hace la obra es enfrentarme a la posibilidad del mundo con que se asociaba el ánimo que la concibió, es producir en mí la misma especulación [la misma concepción imaginativa] que resultó de la sublimación del o los sentimientos incontenibles que impelieron al fin a su realización. Sin embargo, hay que tener también la disposición para ello; es decir, es necesario que la situación a la que me enfrento especulativamente por la apelación de la obra pueda provocar a mi entidad, lo cual no es muy difícil en tratándose de la mayoría de los temas del arte, que suelen referirse a las manifestaciones más humanas [más universales del ánimo humano] que nos llenan por completo y que no nos permiten atender cualquier otra cosa. Hay, sin embargo, obras que manifiestan sentimientos poco comunes, de manera que son también pocos los que pueden apreciarlas; y puede ser que esto se deba a que los sentimientos que manifiestan son muy particulares de una cultura, a que implican recursos muy simbólicos igualmente particulares o también —y esto, creo, es mucho más raro— que traten de sentimientos igual de humanos, pero que muy pocos viven, pues muy pocos tienen la disposición de considerar el mundo de esa manera.

No se trata, empero, de que haya de darse con exactitud el mismo sentimiento del que expresó en la obra su ánimo para que quien la enfrente luego —incluso el propio autor— pueda decirse que aprecia la obra. Esto dependerá de muchas cosas, y por supuesto que quien quiera des-cifrar lo que el otro ha intentado deberá comenzar por tratar de considerar como propios los conceptos del otro (de la manera que sea que intente conseguir esto), pero quien no los comparta ni intente hacerlo no está atentando contra la obra, ni contra sí mismo. Del mismo modo, si el enfrentamiento con una obra provoca en quien la aprecia una sublimación de sus sentimientos, esta obra puede considerarse artística por quien es así apelado por ella, independientemente de que esa haya sido o no la intención de quien la obró: no hay esencialidad posible en la plasticidad misma que determine una obra como artística, puesto que tal cualidad reside en la sublimación sentimental que sólo ocurre en la consciencia.

Desde luego que el enfrentamiento con una obra humana no es lo único que sublima los sentimientos, sino que lo es también —y muy principalmente— el encuentro con lo de la naturaleza y con las situaciones sociales, interhumanas e interpersonales; e incluso tal sublimación es considerada por quienes luego la expresan como inspiradora (inspiradora precisamente del ánimo artístico). El arte no debe sacralizarse al grado de ofender el hecho del gusto ajeno; si hay ofensa, ésta debe ser por lo que el otro es —que, en parte, se refleja en sus gustos—, pero no por el gusto mismo.

A quienes sólo o principalmente subliman su ánimo por los encuentros artísticos, habría que decirles que traten de emplear su vida en concebir al mundo en sus posibilidades por sí mismos y que encuentren en su propia disposición el encuentro con lo que mueve sus pasiones, ya por lo que es el mundo ya por lo que son ellos mismos; pero si esto no les es posible, entonces habría que pedirles con amabilidad que por lo menos no traten de que todos sean como ellos y que comprendan que hay quien vive en su vida lo que ellos sólo viven desde la vida y la expresión de otro y que no supongan que el desinterés por tales expresiones significa indolencia cuando los indolentes ante la vida son ellos solamente.


  1. Considérese lo en adelante dicho respecto del arte en general de manera semejante en relación con el diálogo artístico.

  2. Véase la entrada respectiva en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, 22ª edición.