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Y, sin embargo, ¿de dónde viene esta conciencia ética, que rompe el círculo de la totalidad? Nos dice Levinas que «se puede ascender, a partir de la experiencia de la totalidad, a una situación en la que esta totalidad se quiebra cuando esta situación condiciona la totalidad misma» (p. 50) y, un poco más adelante, «tal situación es el resplandor de la exterioridad o de la trascendencia en el rostro del otro» (p. 51). Hay que buscar, entonces, qué es esa experiencia del rostro, a partir de la cual se entiende y se manifiesta el discurso, en el que es posible entablar una verdadera relación con lo absolutamente otro (una relación que deja intocados los términos, relación sin relación).

«El modo por el cual se presenta el Otro, que supera la idea de lo Otro en mí lo llamamos, en efecto, rostro» (p. 74). El rostro es, entonces, una experiencia en la que se desborda el pensamiento, en la que no se puede en encontrar un tema para el rostro (aunque el rostro mismo discurra sobre un tema), se trata de una experiencia con lo que es más originariamente experimentable. «La experiencia absoluta no es desvelamiento sino relación» (p. 89); pero esta relación no es una relación en el sentido ordinario del término, sino que se lleva a cabo como bondad; es, en este sentido, más bien una religatio, una religión1. Ahora bien, «si experiencia significa precisamente reunión con lo infinitamente otro —es decir, con lo que siempre desborda al pensamiento— la relación con lo infinito lleva a cabo la experiencia por excelencia» (p. 51).

La relación con lo infinito (relación con el rostro del otro), se lleva a cabo mediante el discurso; es en este discurrir en el que se puede encontrar la manera en la que lo que es trascendente a mí, la alteridad absoluta (que no puede encontrarse contenido de lo que es en lo de mí) se expresa. El rostro «nos conduce a una noción de sentido anterior a mi Sinngebung» (p. 75). Es una noción anterior a mi interpretación; esto quiere decir que lo que se expresa en el discurso (que es la relación con el rostro del otro) no recibe su significado desde mi consciencia, sino que tiene una significación de suyo. La significación, el sentido de lo expresado en el discurso no le vienen de mí, de mis categorías ni de mis modos de aprehender las relaciones entre los elementos de la totalidad, sino que significan de por sí: es una «significación sin contexto» (p 50). Y esto es posible porque el discurso absuelve a los términos relacionados de la relación; en el discurso, los términos se mantienen absolutos (cfr. p. 88).

La manifestación καθ᾽αὐτό [desde sí] consiste en expresarse (cfr. p. 89); pero la expresión del rostro no consiste en su manifestación plástica, en la manifestación de su forma, por el contrario, la forma «traiciona y aliena al Otro» (p. 89), la manifestación plástica (la manifestación fenoménica) del rostro es la «forma adecuada al mismo» (ídem). Esto significa que la manera en la que se da el rostro como plasticidad es una que ya se adecua a las convenciones del Mismo en su mismidad, que no tienen que encontrar una manera en la que pueda entenderla, sino que es un fenómeno ya adecuado a lo que se siente; esta adecuación se lleva a cabo por la sensibilidad que se mencionó supra como tercer término; su misma cualidad de sensible (su plasticidad) es lo que determina su sujeción al horizonte de la mismidad.

Así, cuando se dice que la relación que se establece en el discurso (la experiencia absoluta) es la relación con un rostro (es un cara-a-cara) no se quiere decir que sea una relación con su manifestación sensible y conformada a lo que hay en el fenómeno, sino que la relación misma trasciende; se tiene que presentar el rostro, no como plástico, sino como expresión del Otro: «esta manera de deshacer la forma adecuada al Mismo para presentarse como Otro es significar o tener un sentido» (ídem). Tener sentido, se entiende, significa no recibirlo, significa expresarlo (enseñarlo desde la altura del Maestro).

«Por el lenguaje, el otro se muestra desnudo, pero con significación propia» (p. 98). Se muestra en una trascendencia, es el escape de lo temporal, de lo histórico. «Cuando el hombre aborda verdaderamente al Otro es arrancado a la historia», porque la historia es ontología, la historia es historia de lo físico, de los hechos, de las concreciones. La historia deja de lado la separación del Mismo y la trascendencia del Otro. Es una totalidad de hombres muertos, que tienen significado sólo en su contexto; pero la significación sin contexto de la relación discursiva con lo infinito (con el rostro) viene a integrar un modo en el cual lo que se dice se muestra con la significación propia del ente, del rostro particular. Es un tratamiento ético el que se muestra en esta experiencia absoluta.

«El discurso no es simplemente una modificación de la intuición (o del pensamiento) sino una relación original con el ser exterior» (p. 89). Se trata de tender un puente metafísico que es motivado por el Deseo, en una primera instancia, y concretado en el discurso2 (en el discurso que le habla a un rostro) en el cara-a-cara. «Lo Otro, en tanto que otro, es Otro»; es decir, el ser separado que es otro de mí, y que me trasciende, en tanto que manifestación plástica es Otro (es su trascendencia); pero esto no contradice lo que se estableció más arriba porque «es necesaria la acción del discurso para “dejarlo ser”» (p. 94).

El discurso, pues, instaura la relación trascendente y rompe con la barrera infranqueable del fenómeno, dejando intactos los términos (respetando, absolviendo la separación del Mismo y la trascendencia del Otro). Es una vía por la cual recibir a lo nouménico, si bien no acceder a él; es un trazo que viene desde la cosa en sí, y que se deposita en la experiencia del fenómeno. Su manifestación plástica es una manera de mismizarlo, pero esta mismización se rompe justo cuando esa manifestación expresa lo que es en sí, cuando habla, cuando me encuentro (o se me revela) el ente que es fundamento de ese fenómeno; la cosa en sí (el Otro) que es el correlato de la cosa en mí (el rostro en tanto plástico, el fenómeno del otro).

El discurso es, entonces algo que no encaja en el patrón de las experiencias por las que se rige el fenómeno, es una relación con lo otro (como también lo es el fenómeno), pero sin el tercer término que totaliza y, por lo tanto, anula la alteridad: en la experiencia discursiva, la alteridad absoluta permanece incólume: «El lenguaje se habla ahí donde falta la comunidad entre los términos de la relación […] se ubica en esta trascendencia. Experiencia es, así, experiencia de algo absolutamente extraño “conocimiento” o “experiencia” pura, traumatismo del asombro» (pp. 96-97). Así, la relación con el rostro en el discurso, constituye la manera en la que se puede, sin reducir la distancia metafísica hasta el Otro, discurrir la trascendencia, sin que, empero, exista la posibilidad de salir de mi mismidad ni de llegar a la alteridad. «Llamamos justicia a este acceso de cara, en el discurso» (p. 94). La justicia es condición de posibilidad para que se exprese el rostro.


  1. «Proponemos llamar religión a la ligadura que se establece entre el Mismo y lo Otro sin formar una totalidad» (p. 64)

  2. «El empeño de este libro se dirige a percibir en el discurso una relación no alérgica con la alteridad, a percibir allí al Deseo […]» (p. 71)