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Hay que, volver, entonces, para continuar viendo la relación con lo Otro como Deseo: «lo Otro es metafísicamente deseado» (p. 57) significa que el objeto del deseo escapa al ámbito del fenómeno. No es, por lo tanto el cuerpo del otro (el otro en tanto físico o el otro en tanto el mismo [en tanto que está dentro de la totalidad]) o algo que provenga de su manifestación en una distancia, al fin y al cabo, franqueable («de lo que puede uno nutrirse como si le hubiera faltado» (p. 57)): Puedo —según Levinas— poseer un cuerpo en su manifestación sensible, y manipularlo como mío: «La posibilidad de poseer, es decir, de suspender la propia alteridad de lo que sólo es otro en un primer momento en la modalidad del Mismo» (p. 61). La posesión, el manipular lo otro que está ahí, es una manera de ejercer la mismidad, no por el hecho de que las cosas no sean lo que yo soy, significa que escapan a la totalización; sino que siguen siendo en lo de sí: «el “en lo de sí” no es un continente, sino un lugar en el que yo puedo; donde, dependiendo de una realidad que es otra, soy a pesar de esta dependencia o gracias a ella libre» (p. 61). Así la alteridad de lo poseído, de lo que es dable a la posesión (o sobre lo que es posible poder) no es una alteridad absoluta (absuelta), sino que está en relación directa con quien la vive con quien la trabaja, con quien vive de ella; es otra, pero lo es en el mismo seno; difiere, mas no trasciende al Mismo.

Pero también el conocimiento sería una manera de deshacer o desestimar la distancia que hay entre el Mismo y lo Otro. Entre lo que es otro (absolutamente otro) y el ser separado (que es en lo de sí) se instaura una relación que es ya totalizadora, que no permite que se muestre el otro καθ᾽αὐτό (desde sí). Ésta relación (la perceptual, la cognitiva) no permite que lo que se encuentra con el mismo permanezca en una condición separada, como tampoco el mismo permanece intocado en esta relación; hay un tercer término que es el que totaliza a ambos: «la sensación, en la cual se confunden cualidad objetiva y afección subjetiva» (p. 66). Esto significa que lo que hay ya en la percepción, lo que se ofrece a la sensación y, por lo tanto, a la experiencia, al conocimiento (a lo fenoménico) es algo que está ya atravesado por la condición subjetiva que lo acompaña, es algo que no se encuentra en una situación de manifestación directa, cuya trascendencia se ve reducida a la mismidad por medio de los sentidos (de las categorías y de las sensaciones). En lo que se refiere al sujeto que es el Mismo, al ser separado, pasa otro tanto, que lo que se encuentra no es producto de la espontaneidad de lo suyo, sino que se tiene por obra de lo que lo ha topado en las sensaciones, no se puede encontrar a sí mismo reflejado por completo en lo que se tiene como sensitivo, pero tampoco puede hallar a lo que es otro en ello. Esta confusión (de lo objetivo y de lo subjetivo) de la que parte toda experiencia introduce a ambos términos en una totalidad, es el tercer elemento que toma dos seres separados y los unifica numéricamente y trae a lo otro hasta lo de sí. Por lo tanto, este no respeto de la alteridad significa que lo que hay en el fenómeno (y que incluye a todo lo cognoscible, como lo estableció Kant) no puede ser una relación con lo otro en tanto que otro, sino en tanto que sensación y sentido.

El Deseo, por su parte, se da en el ámbito de la meta-física (que parte desde un “en lo de sí” hasta un allá lejos). «El Deseo es deseo de lo absolutamente Otro» (p. 59). De esta manera, este Deseo metafísico, que lo es de lo absolutamente otro, se da como una manera primera de relacionarse con ello. Pero ninguna relación establecida con el Otro puede reducir su distancia infinita. Si el Deseo es un deseo que se dirige hacia lo infinitamente inalcanzable, entonces lo deseado es igualmente inalcanzable: «los deseos que se pueden satisfacer sólo se parecen al deseo metafísico en las decepciones de la satisfacción o en la exasperación de la no satisfacción del deseo» (p. 58).

Y si esto es así, quiere decir que el Deseo, así como en su finalidad (en la posibilidad de su satisfacción), difiere del resto de los deseos también por su principio. Un deseo sin ninguna posibilidad de satisfacción, e incluso más todavía, que nace de esta misma imposibilidad —que «se nutre […] de su hambre» (p. 58)— sólo puede ser un deseo desinteresado, que no tiene relación con el gozo, que escapa a lo económico, a lo que se puede encontrar y absorber.

En su principio, este Deseo no nace, como los demás, de la carencia, de una incompletud. No se produce como una búsqueda por encontrar algo que me hace falta; sino que se da sólo cuando no se tiene necesidad ya de nada, no es una respuesta a un cuestionamiento del mismo, no es un intento de encontrar algo que apacigüe, que calme. La propia imposibilidad de satisfacción impele a su búsqueda, se nutre de su hambre.

«El Deseo es de un ser ya feliz, el deseo es la desdicha del dichoso, una necesidad de lujo» (p. 86). Es deseo absolutamente no egoísta, es justicia. Este Deseo comienza por instaurar una relación ética entre el Mismo y el Otro, comienza llegando al origen de lo que constituye cualquier posibilidad de fundamentación, de que se dé una experiencia de cualquier otro tipo (epistémica, estética). Se trata de una llamada que tiende hacia donde no se puede llegar ni esperarse que se llegue. Esta tendencia no es lo que parece que es el fundamento de todo lo demás, no es lo que se dice algo útil, ni algo que se defina por lo que, a futuro, se espere de ello. Lo que no se hace con el Deseo es buscar una relación con lo que nos impele, con lo que nos cuestiona, pero no nos cuestiona en nuestra posibilidad de ser o de no ser, de nuestra existencia (no es una amenaza), sino que nos cuestiona en la posibilidad de nuestra esencia, de nuestra libertad arbitraria y asesina, «a este cuestionamiento de mi espontaneidad por la presencia del Otro se llama ética» (p. 67). Y una relación ética busca su realización de una manera en la que no se tiene en cuenta el interés del Mismo, en la que no se puede argumentar con una lógica egoísta, sino que lo que mueve es la consideración de lo Otro.

La ética, en la que el Mismo tiene en cuenta al Otro irreductible, dependería de la opinión. El empeño de este libro se dirige a percibir en el discurso una relación no alérgica con la alteridad, a percibir allí al Deseo, donde el poder, por esencia asesino del Otro, llega a ser, frente al Otro, y «contra todo buen sentido», imposibilidad del asesinato, consideración del Otro o justicia. (p. 71)

De esta manera, «la distancia que separa felicidad y deseo separa política y religión» (p. 87). Es, pues, el Deseo la instancia que instaura la posibilidad de una relación ética, pero la concreción de esta relación se da en el discurso. Y la posibilidad del discurso se da en la trascendencia, que «no perjudica la identidad del mismo […] instaura solamente el lenguaje» (pp. 55-56).