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Esta búsqueda, de la que se habló en primer lugar, no puede entenderse como una necesidad de saber semejante a la que se manifiesta, por ejemplo, en el campo científico contemporáneo; pues se ha dicho que no se trata de una necesidad que aparece en un ámbito distinto al de la existencia misma. Esto quiere decir que de una búsqueda filosófica auténtica sólo pueden seguirse consecuencias éticas y que, por lo tanto, cualquier pensamiento que no implique un compromiso vital no puede considerarse como un filosofar, sino que siempre manifiesta —aunque no sea explícito— que el afán de ese conocimiento persigue un fin distinto a la satisfacción —o el intento de satisfacción— de la existencia carente y, como se hizo ver al principio, esto es tomar al saber como medio para conseguir lo que realmente se quiere, lo que realmente corresponde a la necesidad vital, de quien lo busca. Puede haber, desde luego, aquellos para los que sea vitalmente necesario el sentirse ufanos ante los otros, el encontrar motivos de arrogancia o presunción, el satisfacer los impulsos más básicos o cualquier otra que nos imaginemos, pero sólo el que necesita la verdad —esto es, el que necesita huir del engaño— para vivir, sólo ese puede decirse filósofo.

El filosofar, si es auténtico, no puede consistir en lecturas de libros, ni es posible que se aprenda mediante palabras, pues las palabras no contienen convicciones ni transmiten experiencias como tales, sino simples conceptos que no provocan, sino que suponen, lo que es indispensable en la filosofía: el compromiso consigo mismo y con su existencia.

Este filosofar, que es una búsqueda, por necesidad, de la superación del engaño de la vida con honestidad y valentía, sólo puede nacer de cada uno y sólo puede aparecer en aquella persona que sienta con suficiente fuerza el llamado de su vida; o, lo que es lo mismo, en una persona que valore tanto su vida, como para sentir un real temor a dejar de existir, esto, en contraste con el temor ilusorio a la muerte de quienes sólo le temen por el impulso ciego de los instintos que están en nosotros sin motivo que comprendamos, obedeciendo un círculo absurdo de conservación, que es el engaño mismo. Es decir, que el temor a la muerte que siente el filósofo, que busca superar el engaño, es radicalmente distinto del que siente aquél que precisamente está inmerso de la manera más ciega en el engaño.

Por lo tanto, cuando el filósofo se ha enfrentado al engaño de la vida, y la ha conservado, sin negarla, entonces puede decirse que se ha llegado a la superación del engaño de la vida, y que la filosofía se ha consumado. Esto, que yo sepa, nunca ha pasado, sino que siempre se agota la búsqueda en la búsqueda, y ninguno de cuantos auténticos filósofos han existido ha podido conformarse con lo que encuentra, pero tampoco ha claudicado en la búsqueda de lo que ha sido, desde siempre, esquivo y, tal vez, inexistente.