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Si se atiende a su etimología, el «amor al saber», la filosofía, no puede entenderse menos que como un enfrentamiento de dos ámbitos que durante siglos se han considerado contrapuestos: el sentimiento y la razón. Dicha contraposición explicita, sin embargo, y también aclara, la dirección hacia la que apunta la cuestión del filosofar, si bien el problema no podría dilucidarse definitivamente.

Todo amor1 —nos lo ha dicho Platón— nace de una carencia, de una necesidad; se ama lo que no se tiene, pero se lo ama porque se lo necesita. Es menester, llegados a este punto, hacer la pregunta directriz de la cuestión: “¿Por qué se necesita saber” Antes de continuar, sin embargo, debe marcarse suficientemente la diferencia entre éste planteamiento y aquél que diría “¿Para qué se necesita saber?”, pues en este último caso, el saber sería necesario para conseguir otra cosa, que constituiría lo que realmente se busca. Esto no puede ser, ni puede llamarse filosofía; el planteamiento que se busca debe manifestar suficientemente que la necesidad que se tiene cuando se busca este saber no responde a ningún fin ajeno de sí mismo, sino que se agota en su consecución, teniendo como único referente a la existencia necesitada de él, al ente que reclama la sabiduría como condición sin la cual no cabe la calma.

¿Por qué —entonces— necesitamos saber? o, de manera más específica, ¿por qué los filósofos necesitamos saber? Se podría, para abordar el problema de una forma más directa, reformular la pregunta, que quedaría así: «¿Cuál es la carencia que sólo el saber podría satisfacer?» Se trata de la carencia de verdad, y esta carencia significa que se sabe que se está en la posesión, sí, de un conocimiento, pero también se sabe que ese conocimiento es falso o, por lo menos, incompleto y, por lo mismo, insuficiente. Es decir, que la filosofía nace como tal, y es tal, como respuesta al engaño. Pero, ¿qué clase de engaño?, ¿uno cualquiera, uno entre tantos? No podría decirse que se trata de un engaño sobre la realidad fáctica, pues cualquier afirmación en ese ámbito se verifica o no, pero no va más allá. No puede decirse, tampoco, que se trata de un engaño que no trasciende su propio acaecimiento, pues la necesidad filosófica aparece siempre y en todas la culturas que hayan podido escapar, aunque sea por un rato, de la lucha incesante por conservar la vida, desde que el hombre es hombre, de tal manera que se manifiesta como una necesidad plenamente humana, como una necesidad que compete ente humano en cuanto tal. También el engaño al que me refiero acompaña al humano en cuanto tal; se trata del engaño que es la vida; o, para decirlo con una concisión de la que yo no sería capaz, citaré este poema de un autor anónimo de Chalco:

  • No es verdad que vivimos
  • No es verdad que duramos en la tierra
  • ¡Yo tengo que dejar las bellas flores,
  • tengo que ir en busca del sitio del misterio!
  • Pero por breve tiempo,
  • hagamos nuestros los hermosos campos.

El filósofo es el que se niega a aceptar esto último, se niega a formar parte de esto que no es verdad; el filósofo es el que se enfrenta ante la realidad de su muerte y la hace parte de su existencia y que, por lo tanto, se hace responsable por ella y se encuentra con él miso como la única instancia en la que se puede responder por él mismo.

Por esta misma responsabilidad, en la que él mismo es la referencia y el referente, es que la mentira y la falsedad se convierten en un mal y la verdad en un bien, porque ésta es la única que puede llevarlo a escapar del absurdo que representa la existencia. Esto es, que el enfrentamiento con la realidad de la muerte (de mi muerte y de la de cada uno de los entes) hace que cada uno de los actos que constituyen mi hacer y el hacer de todos carezca en absoluto de sentido, y esta falta de sentido de mis actos conlleva una falta de sentido de mi ser en cuanto tal, pues yo no soy otra cosa que lo que hago; esto es, convierten mi vida en una falsedad, en un engaño.

La intuición —si no el conocimiento— de este engaño de la vida, es la que constituye el nacimiento del filosofar, que no es otra cosa que buscar una respuesta a esta sensación de abandono existencial. Pero no cualquier respuesta o tentativa de respuesta puede considerarse filosófica, pues, en efecto, la religión también es una manera de hacerlo. Así que, para continuar, hace falta especificar una característica indispensable y de primera importancia para entender el quehacer filosófico: el filosofar debe ser honesto, es decir, que no puede entenderse como una búsqueda en pos de cubrir este engaño de la vida con otro que sea más consolador, como el engaño de la vida eterna, el cual, por medio de la eliminación de lo que en principio aparece como la causa del absurdo que es la vida —es decir, de la muerte—, pretende encontrar una salvación en lo que no sería más que un absurdo eterno. Esta honestidad presupone, pues, para que verdaderamente se pueda decir que se hace filosofía, que debe desearse este saber más de lo que se le teme, pues este conocimiento puede ser brutalmente desolador y dejar al filósofo en el desamparo; el filosofar, por lo tanto, debe carecer por completo de temor, no debe cejar ante la posibilidad de encontrar ni incluso ante el enfrentamiento de que lo que se descubra sea que la búsqueda misma es inútil, y que este engaño es la verdad, y que la verdad que se buscaba no existe…


  1. No es por negligencia que se ha dejado de lado la diferencia entre eros y philia, pues no se está usando, en sentido estricto, ninguna de las dos, sino cada una en una laxitud en las que son intercambiables, cosa que se puede ver en el propio texto.