México a través de sus grietas
Tembló la tierra —otra vez, después del siete; otra vez, después de treinta y dos años— y México (ciudad, país) respondió. Respondió porque un golpe de este tamaño sacude las indiferencias. El centralismo se manifestó y Ciudad de México ocupo todas la miradas periodísticas. Por el tamaño de la destrucción y la relativamente corta extensión de su territorio, la catástrofe se volvió paisaje y se hizo numerosa.
Respondió, primero, la gente. Peña y Mancera, cuyo principal objetivo era tomarse una foto polvorientos y sobre los escombros, tantearon las aguas y se refugiaron en sus c‐5, en sus situation rooms, coordinando sabrán ellos qué; y su presencia se desvaneció de la atmósfera. Voluntarios atiborraron los sitios de los derrumbes con más decisión que herramientas o experiencia, hasta que empezaron a llegar los instrumentos de apoyo: una trabajo cansado y tardado, pero algo debe de hacerse. Y el deber ante la vida ajena es imperativo.
En las redes sociales todo era unanimidad: Los que avientan el coche, los que dicen que el precio del metro debe subir en las horas pico para evitar el hacinamiento, los que socarronamente se burlaron de la “república amorosa” se convirtieron en paladines del amor al prójimo: compartían peticiones de herramientas, comida, voluntarios; direcciones de centros de acopios; y, desde luego, fotos de las ruinas y los muertos… No había más que hablar: el discurso se hizo monolítico, unívoco, y explotaron las ínfulas de superioridad moral. Los acuñadores del sarcástico concepto de pueblo bueno, elogiando el desinterés de su sociedad civil (entre los cuales, parece, la única diferencia es la de clase); los que odian todos los nacionalismos, forrando sus fotos de perfil con banderas mexicanas y atiborrando sus timelines con #FuerzaMéxico. Así es hoy, ya habrá tiempo de que vuelvan a lo suyo.
La solidaridad desde abajo se dio espontánea en un pueblo que sabe que no puede depender del gobierno, de los empresarios, los narcos o de ningún poder, institucional o fáctico. Tardaron las telefónicas en abrir sus redes y los hospitales sus salas de emergencias. Las constructoras, dueñas de todos los espacios de la ciudad, jamás apoyaron; los policías (cuyo número aumentó sensiblemente este sexenio) ni de coordinar el tránsito en las extensas zonas sin semáforos fueron capaces.
La angustia se respiraba en todos lados: Los que no encontraban a sus familias, amigos; los que vieron caer estructuras, bardas, edificios completos; los que no podían regresar a sus casas… y, de fondo, sirenas y alarmas sin silencio. Rescatar a los que sobrevivían bajo los escombros es el interés primario.
Y de pronto, televisa. Frida Sofía y su milagro se adueñaron de treinta horas de transmisión ininterrumpida, y tomaron prisioneras las almas de millones que vieron en ello una salida fácil para transformar su incertidumbre, su miedo, el caos… en esperanza. Tuvieron el gobierno y la televisora una probada de su antiguo poder; hasta que, por su propio peso, cayó la mentira magnificada hasta dimensiones absurdas. La Razón, Milenio, Excelsior, El Universal… consignando milagros vacuos en primera plana. Aristegui evidenció en micrófonos abiertos el tamaño de la manipulación. Vino la ruptura: los marinos se lavaron las manos y televisa los responsabilizó de todo el show. Y lo que les parecía la vuelta de la audiencia cautiva de años pasados, se convirtió en un golpe —uno más— para todos ellos.
Y Juchitán, Jujutla… México, Guerrero, Puebla, Chiapas… fuera del foco, en silencio, cargaban a sus propios muertos, se movían entre su propia destrucción y desesperanza. La ayuda que no llega y la luz que no se apaga. Los que lo perdieron todo, esperando un milagro (éste sí): el del apoyo para reconstruir sus casas, sus oficios, sus vidas y las de sus hijos.
El jueves en la tarde el rumor era uno: la marina y el ejército desalojaban a los rescatistas civiles y parecían tener como instrucciones el suspender la búsqueda y el remover los escombros. Peña salió a “despejar dudas”: “las labores de búsqueda y rescate de personas en inmuebles colapsados siguen y seguirán adelante en la CDMX.”1 Para lo que valga su palabra.
Y lo que sigue
Lo que sigue, para el gobierno, hace rato es una sola cosa: la elección presidencial.
Lo que sigue, para muchos otros, es la reconstrucción. La petición para que el dinero público presupuestado para las campañas electorales se destine a la reconstrucción de lo perdido2 se convirtió en la más suscrita en la historia de change.org. Y las garras empezaron a afilarse.
La secretaría de hacienda constituyó un fideicomiso (figura por demás opaca) en Nacional Financiera destinado a centralizar las donaciones de dinero público y privado (éste que, al ser deducible de impuestos, acabará saliendo del erario de todas formas) y lo puso en las manos de la élite empresarial del país. Los beneficiarios del sistema desde el salinato y el priismo gobernante, encargados de la reconstrucción: Vaya esperanza, especialmente con las notorias prácticas de Peña y sus empresarios constructores.
El mayor engrosamiento de los fondos destinados para la reconstrucción se convertirá en manos de los autores de la Estafa maestra en dinero para la campaña del año que viene. Le dará a Peña tiempo en pantalla y a los operadores financieros del régimen gran margen para maniobrar.
Ya el 14 de septiembre López Obrador planteó que Morena donaría el 20% de su presupuesto partidario de 2018 para la reconstrucción en el Istmo de Tehuantepec de lo destruido por el terremoto del 7. Resurgió de pronto la vieja cantaleta —guardada desde el circo del desafuero— de la legalidad y el estado de derecho: “la ley lo prohíbe”, decían, ante la postura de un hombre que siempre ha sostenido que la justicia debe estar por encima del formalismo legal.
Ayer, el PRI y el PAN fueron de otro parecer. Para ir con la presión social, los dos ofrecieron mecanismos de donaciones legales del dinero de las campañas. Todas terminarían en los fideicomisos que maneje el gobierno, por supuesto. López Obrador propuso que el dinero de Morena (50% esta vez) fuera administrado por un comité de notables. Y en eso vamos, entre la rapiña presupuestaria y la necesidad popular, a estarnos unos meses.