7.4

Que Yo sea digno quiere decir que, para cada acto, cuido de determinar si es correcto o incorrecto previo a su realización, que tengo de mí mismo tanta consideración que no me permito actuar en contra de lo que me parece malo, sino siempre con la convicción fundada en la verdad de que lo que implica mi acto no me hace mal.

La dignidad, entonces, encuentra un basamento posible sólo sobre la seguridad de que lo que estoy por actuar en el mundo no tiene consecuencias malas; es la consideración del mí mismo**, es decir, es la reflexión de las consecuencias de lo que voy a hacer y lo que éstas implican para el concepto de lo que soy. Un mí mismo digno es el que aparece ante lo que Soy como merecedor de cuidado y de conservación; mantener la dignidad pasa por el conocimiento de que no soy agente del empeoramiento del mundo [del volverlo, para mí, un sitio más repulsivo].

La consciencia especulativa, que permite alcanzar mi situación más allá del ahora, me permite también concebirme más allá de lo que ahora obtenga; quien desdeña su propia consideración en pos de la recompensa inmediata es alguien indigno1. El que es digno repulsa sobremanera la consideración de sí mismo en la que se presente contrariando su propia entidad, es decir, haciendo algo que, ante sí, juzga repulsivo. Quien es digno identifica, en el juicio, el acto ante sí* y el *desde sí**, y esto lo hace porque no se permite su realización sin la reflexión [especulación] de su sentido y, cuando lo es mucho {digno}, incluso de sus razones; no se permite su realización sin concebir imaginativamente —y, por tanto, representar ante lo que es— las causas y consecuencias de lo que hace.

Conservar la dignidad es la tendencia a conservarse íntegro, de una pieza; es decir, que no haya un momento del yo en que repulsa una acción y otro en el que la desea, sino que el juicio de tal esté basado en la verdad del mundo [en la convicción subjetiva-responsiva de que es correcto] y que esta judicatura no esté regida por la conveniencia del momento, sino que trascienda cada acto particular, pues de otra manera no es lo que se basa en la sapiencia y en el entendimiento, sino en la motivación sola, en la manifestación de la molestia por lo de que ahora carezco. Esto es: el que es digno pro-cura a su entidad del mal por venir y muy enfáticamente del mal del mí mismo, es decir de encontrar en su propia entidad al agente que arruina la propia habitación.

Una persona digna que no sólo tiene consideración de sí misma, sino que también la tiene del otro, tendrá también que pro-curar al otro. Pro-curar significa ser responsable ahora por lo de mañana —que, en la consideración, me apela ahora—. Es decir, que mi entidad responde ahora ante la consideración de mi porvenir y la del porvenir del otro que me mira o no, pero que ocupa, finalmente, mi atención.

La respuesta a la consideración de lo propio que se me presenta puede, sin embargo, permanecer en la consciencia como una noticia inhibidora, como un mero sentimiento (de temor, de conmiseración, de indignación, etcétera) no tan grave, pero puede también involucrar más profundamente a mi entidad, esto es, apelarla con tal fuerza que se responda no sólo con la manifestación de los sentimientos que se asocian con lo malo y lo bueno del mundo, sino que se asuma también una actitud tendiente a remediar la maldad o a conseguir la bondad.

Es decir que, ante la patencia —en el conocimiento— de mi tendencia motivacional, la respuesta de mi entidad no acabe en la concepción especulativa de su sentido o de sus rationes, sino que además, ante la nueva apelación de la situación proyectada, suceda que responda activamente [que responda con una tendencia motivacional a realizar la mejora del mundo] ya buscando lo bueno ya evitando lo malo. No se trata, entonces, ya sólo de encontrarse con lo que puede ser el mundo y juzgarlo como agradable o molesto para mi entidad y para la consecución de su bienestar, sino también de saberme capaz de incidir en el mundo, de realizar o aniquilar esa situación que deseo o que repulso. Esta sapiencia es la que me impele a la actuación de lo que me es mejor, de lo que me permite encontrarme a gusto y estar bien. La respuesta ante la apelación especulativa de lo bueno o de lo malo no puede permanecer —para quien es digno— como algo indiferente, que resulta exactamente igual si está o no en el mundo, sino que le merece una respuesta activa: la fuerte impelación, ante el conocimiento de la situación mejor y de la peor, a encontrar la primera y a evitar la última.

El encuentro con el bienestar es el fundamento de toda manifestación motivacional, es el cumplimiento existencial del postulado entitativo; como tal, es universal, pero, para aquellos que se procuran y que procuran al otro [para los reflexivamente responsables por lo que hacen] implica que se ha de cuidar no sólo el cumplimiento bruto del encuentro con lo que ahora deseo, sino lo que vaya a ser de aquello que tenga en consideración. Así, en cada acto de cada momento de mi vida me respondo —a priori y a posteriori— por las consecuencias de mi actuación y, por tanto, en la determinación de cada movimiento, de imposición de mi entidad a real, tengo que asegurarme de que esa imposición es a mejor y no a peor, tengo, así, que proyectar especulativamente lo que se sigue de mi acto, pero esta proyección no puede sino basarse en lo aquende, sin poder alcanzar realmente lo que sucederá: es siempre incierta.

La incertidumbre proyectiva es la condición de toda proyección, pues se ignora la realidad de lo que pro-yecta, y solamente puede suponer las condiciones y los acaecimientos mundanos, sin jamás poder asegurarlos completamente. Toda concepción imaginativa se basa en las instancias de mi entidad, en lo que sé y en lo que entiendo del mundo y de lo real, y por lo mismo jamás se puede alcanzar la certidumbre del hecho, ni aún ya con la percepción inmediata. La proyección se da en mi especulación, que se arraiga en mi existencia, que se arraiga, a su vez, en mi entidad.

La misma diferencia cualitativa por la que la existencia se separa de lo entitativo para alcanzar lo allende su propia entidad es la que impide, por principio, el encuentro con la realidad de lo que se sigue de un acto mío. Pero, aún con eso, es la limitación del conocimiento-sapiencia la que constriñe a la especulación a la incertidumbre, pues las capacidades de aprendizaje-incorporación se limitan a lo que me pasa y a lo que puedo deducir, pero lo proyectado siempre se resuelve en lo aquende, siempre depende de lo que yo sé y de lo que yo entiendo del mundo. No puedo asegurar que lo que supongo como condiciones del mundo sean las efectivamente las mundanas, ni tampoco que el cálculo de las consecuencias sea correcto; no puedo, en fin, determinar lo que se sigue de mi acto con certeza.

Está siempre la posibilidad del fracaso latente en cada acción mía, ya se haya considerado como una posibilidad o ya sea imprevisto, lo que espero que suceda podría no darse y, en cambio, ocurrir lo opuesto: el fracaso, el dolor, el sufrimiento. Ninguna intención, ninguna previsión es suficiente, todo acto que se hace con miras a su consecuencia puede malograrse y terminar en el desmedro de lo mío o de lo del otro con el que me empato; lo que se pretende bueno puede resultar incontrolablemente malo. Todo acto —por muy mío—, sin importar que esté dirigido a conseguir lo bueno, una vez actuado [impuesto en lo real] se queda en la realidad, fuera por completo de lo Mío y de mi control, pero permanece conmigo la responsabilidad por lo que resulte, no ya sólo como una apelación de lo que sucede, sino además con la sapiencia de que Yo soy el agente que propició eso que ahora me enfrenta. La incertidumbre por las consecuencias de lo que hago la es también del bien o del mal por-venir.

Esto significa que la pretensión procuradora, la que persigue el bienestar más allá de lo de ahora está, por principio, fracasada. La motivación más principal asociada a la reflexión (la de asegurar el bienestar por venir) acaba siendo contrariada; aun cuando toda la fuerza de la querencia y de la voluntad de lo que Soy se empeñe, aun cuando es el mayor anhelo que alguna vez pueda asaltar la existencia, la incertidumbre lo derriba y lo convierte en una errancia vaga y temerosa de cada mañana en la que puede esperar el malhadado infortunio y la intransigente negación de lo otro ante lo que mi potencia es impotente.

La incertidumbre proyectiva tiene todavía otro aspecto: el no poder encontrar proyectivamente las condiciones que mejoren la situación mía o la del otro a quien considero. Es decir que, ante la apelación de una situación o de una consecuencia que no se puede soportar, no se pueda tampoco concebir la posibilidad efectiva de aliviarlo, que no haya manera de penetrar en lo que el mundo es para encontrar qué acto, qué posibilidad sea la que modifique la situación y la haga buena, amable, en la que se pueda estar bien y gozar en cambio por el agobiante sufrimiento de ahora.

Se trata de la desesperación de desconocer la manera en la que el mundo efectivamente pueda ser para que lo cambie de doloroso en placentero; como cuando se tiene ante sí, postrada y enferma a la persona que nos es más cara, sin saber de dónde su enfermedad y por dónde su remedio, condenados —por la ignorancia del mundo, de su estadio y de sus leyes— al fracaso del deseo, aún del más fuerte. La finitud del conocimiento, que al mismo tiempo disminuye mi potencia, impide que se pueda encontrar la posibilidad del mundo que me permita hacerlo mejor, más bueno y, aún de tenerla, está todavía la incertidumbre por lo que realmente ocurra.

La condena que significan la autonomía y impelación motivacional consiste en que, no obstante la incertidumbre proyectiva, estoy obligado a la actualidad: no se puede renunciar a ser actual ni tampoco a ser responsable por lo que me apela y, empero, tampoco se puede asegurar que lo que hago realmente consiga lo que me propongo, ni que pueda concebir siquiera la manera de resolver lo que tanto me agobia. En cada momento estoy impelido al acto, pero condenado a la incertidumbre de qué es lo que realmente* estoy haciendo, qué es lo que pasará o qué es lo que puedo hacer. Y, sin embargo, hago* ineludiblemente, a cada instante. En cada ahora me actúo, sin poder escaparme de eso, pero también sin conocer lo que mi actualidad conlleva ni si puede siquiera llevarme a alguna parte, y aún así permanece el imperativo de conseguir lo mejor para mí, para los que me importan, para el mundo, para mi habitación…

Hay pues, una clara contradicción entre lo que se desea y la estupefacción que significa la negación proyectiva de que el acto efectivamente se resolverá con la consecución de lo deseado. La sola consideración de la finitud y de la impotencia ante lo que allende permanece fuera de toda posibilidad de alcance de mi potencia, más allá de cualquier soberanía concebible impone la impasibilidad como recurso y la desesperación como condición existencial.

Tener a la incertidumbre como condición ineludible en la determinación del acto que debe pro-curar lo de Mí patentiza el riesgo de mi futuro y la inevitable referencia a la finitud y a lo ínfimo de nuestra potencia cuando se la emplea en la transformación de lo que el mundo es en su realidad inasible, inalcanzable para la motivación de mi entidad —que sólo puede determinar el movimiento de mi cuerpo— y que permanece allende, soberana de sí, ante la pretensión impotente de cualquier manipulación mía para atraerme su control, para hacer de mi voluntad la voluntad de lo otro ente y que se haga como yo lo quiero, como es mejor.

Empero, la eterna condición de actualidad no nos permite la renuncia al acto, por mucho que el riesgo de fracaso sea grande, por mucha que se la impotencia ante la maldad y el sufrimiento: la responsabilidad perenne nos impele a hacer algo, a remediarlo, nos especula lo bueno que puede ser y, ante esa mostración, nos impele a buscar su realización, aunque la sapiencia de la imposibilidad de lo bueno nos manifieste, de su lado, el fracaso que se sigue del intento. Sin embargo, ni el fracaso ni el éxito se garantizan y, en tanto se delibera, la actualidad de mi entidad continúa y la responsabilidad que me impele también.

No se puede desvanecer la entidad: es la aniquilación o la actualidad, no hay manera de renunciar a la responsabilidad de ser Yo, ni de desentenderse de lo que se conoce, a menos que la indiferencia se imponga como la actitud ante lo del mundo.


  1. Esto, como bien lo describe Sócrates en la Apología platónica, es el caso más frecuente, pues «Hay muchos medios, en cada ocasión de peligro, de evitar la muerte, si se tiene la osadía de hacer y decir cualquier cosa. Pero no es difícil, atenienses, evitar la muerte, es mucho más difícil evitar la maldad» — 39a.