1.28

Así como se categoriza y como se razona a las percepciones, así también el contacto con lo que Soy se categoriza y razona; pero, en contraste, la objeción sensitivo-intensiva que acompaña a la introspección tiene un carácter muy menos delimitado en su manifestación; es decir que es más ambiguo, que lo que objeta sentimentalmente sólo se da como sensación sin más y no es posible averiguar —con auxilio de otros sentidos— la causa física ni el movimiento que la trajo a nosotros, no es posible manipularla objetivamente para probar las distintas sensaciones que nos resultan en cada caso y asociarlas con otras de otros objetos. La diferencia modal entre la percepción y los sentimientos radica en que los segundos no tiene en su aparecer más que la sensación casi bruta y casi inubicable —por lo tanto, omniabarcante— o cuya ubicación no tiene relevancia, pues no se busca encontrar físicamente el contacto que es la sensación, sino la causa de que ese contacto —provocado por el Yo ente— se haya dado.

Lo que se presenta en el contacto varía tanto que no se puede encontrar una asimilación pasada del sentimiento que permita su categorización, aunque sí la tenga muy generalmente; esto implica la ambigüedad sensitiva de los sentimientos. El que el advenimiento de los sentimientos inunde mi existencia e imponga un ánimo significa que éstos no tienen como determinación principal la consideración de su aparición, sino la consecución de su satisfacción, el encuentro con lo que puede hacer cesar su presencia o con lo que puede colmarla. Así, los sentimientos tienen un acaecimiento práctico: son la conformación de lo anímico [de la tendencia al mi movimiento]. Ahora bien, como no se puede encontrar perceptivamente el advenimiento de los sentimientos (el contacto físico del que nacen), sino que éstos llegan sólo como una determinación anímica del ente que Soy [como la manifestación de la motivación para que se concrete en la realidad la entidad mía], la categorización queda determinada casi únicamente por la sensación misma y muy poco por la causa de su advenimiento. Todavía más, ya que la variación anímica es tal porque mi motivación impele a la realización de un movimiento, el contenido de mi consciencia es el que determina en buena medida su ocurrencia (aunque también podría ser una carencia o un malestar físico-corporal), y la variación en lo que se está considerando puede hacer variar los sentimientos aun sin que caigamos en cuenta de esto; es decir que la aparición misma de los sentimientos es la que puede provocar que las consideraciones y los pensamientos se modifiquen, y que esto modifique —a su vez— a los sentimientos. Es así que la categorización sentimental es tan ambigua, que permite que éstos se den de una manera muy más bruta que las percepciones, y, así su determinación sensitiva [placer/dolor] es muy fuerte1.

Para encontrar el fundamento motivacional de un sentimiento se tendría que encontrar la causa de lo que me está sucediendo haciendo abstracción del sentimiento mismo [dejando al sentimiento de lado, para descubrir lo que está detrás de él], pero la invocación de este sentimiento debe estar relacionada con el contenido todo de la consciencia en tiempo en el que fue invocado, situación vivencial que es ya irrecuperable (si acaso lo será en sus rasgos más fuertes, que quizá no sean los que con mayor determinación lo provocaron, e incluso puede que la ocurrencia de la consciencia que lo invocó hubiera sido efímera, muy rápidamente ocultada por otras) y, además, la abigarrada aparición de los sentimientos no permite delimitarlos siquiera individualmente —¿en dónde termina la desesperación y empieza la asfixia; en dónde termina la tristeza y comienza la nostalgia?—. Pero aún si éstos obstáculos no existieran —si, por ejemplo, se estuviera pensando tranquilamente; pocas cosas, con una sola consideración principal— habría que poder desconocer el sentimiento en su aparición para atender sus causas sin que la presencia bruta del placer/dolor que significa me desvíen de la consideración contemplativa con la que pretendo buscar su fundamento; y esto tampoco es posible, porque la condición de la aparición de lo que trato de entender no sólo me objeta, sino que también me sujeta.

Se trata de encontrar, como en el conocimiento de lo que es, un concepto que permita interactuar con lo de Mí con habitualidad; esto es, conocer sus rationes [principios y fines], pero a la vez que los sentimientos me objetan, su misma objeción impele al ente que Soy a responderles, cambiando con ello la objeción que pretendo razonar y el sentido de la búsqueda. El encuentro con el dolor o la pena es algo que trata de evitarse; hay respuestas introspectivas que pueden serlo {dolorosas o penosas} y, así, la motivación impelerá a evitar los tales sentimientos, a huir de ellos, y eso puede implicar disimular o entrampar la búsqueda y la consideración, desviar el sentido de las rationes que se habían supuesto.

Dicho de otro modo: cuando me introspecciono no puedo fiarme, pues el ser mi entidad —a través de los sentimientos— la que intento razonar implica que ella misma es consciente de su interrogación y puede disimular para su consciencia, si así mejor le conviene y siempre que no se dé cuenta que lo hace.

Solamente quien tenga un gran compromiso con la verdad, sin importarle el dolor que signifique ese conocimiento, y que esté habituado a considerar lo que es y a encontrarse con sus condiciones últimas [solamente quien actúe filosóficamente] puede esperar una mayor certeza en su introspección, un menor engaño y disimulo (que se dan para mejor-estar, aunque se sacrifique la misión misma de la introspección).

Por otro lado, el interrogatorio que es introspección implica que la responsividad emotiva del ente que soy atienda las cuestiones que se le plantea, pero esta respuesta —e incluso la pregunta misma— está determinada por el ánimo que se tiene en el ahora en el que el ente que Soy se encuentra y, en general, por la situación de la existencia, que se manifiesta en el estado del ánimo. La manifestación anímica es resultado de mis carencias y suficiencias, de las necesidades y de las instancias [lo instinto-instituido] que conciben al mundo que me enfrenta. La motivación que es apelada ahora no lo es desde la misma instancia existencial que ayer lo hacía, ni desde la que lo hará mañana. Hay cosas que se han olvidado o que ya no se atienden, otras que no se sabían-entendían y que ahora sí o que ahora sí se atienden (cambios éstos muy marcadamente determinados por la sucesión inmediata de acaecimientos [por lo que recién ha pasado]). Hay ahora necesidades distintas, anhelos distintos. La concepción de lo que se pregunta y de lo que se responde en momentos diferentes del incesante tiempo en el que consiste la existencia es siempre diferente, es siempre dependiente del estado de mi cuerpo. Pero, aun con esto, la diferencia en las instancias no es tanta —se necesitaría mucho tiempo, o un trauma muy fuerte para que cambien significativamente las instancias generales de lo que Soy— cuanta es necesaria para que no pueda sostener mañana una concepción que hoy sostengo, para que cambie la esencialidad de mi responsividad.

Lo que cambia, entonces, no es la motivación —que siempre tiende al bienestar (que es siempre ser más (así temporal como efectivamente))—, sino las instancias de lo que Soy, lo que se ha instituido y lo que es instinto [las variaciones del cuerpo inevitables, i. e., el desarrollo y decaimiento del cuerpo y sus capacidades]. En esto radica la inesencialidad y la esencialidad de mi yo.

Así pues, aunque ambiguo, puede resultar de la introspección un concepto de lo que Soy. Éste no es una condición entitativa (como sí lo son el yo que existo y el Yo que soy), sino un concepto semejante a otro cualquiera, con la única salvedad de que se entiende que lo que hay en él se refiere al Yo que soy y al yo que existo. Este concepto es el mí mismo.

Una concepción ésta que se encuentra, sin embargo, con una dificultad que no comparte con la mayoría de los conceptos: las innúmeras vivencias que se deben abarcar bajo sí. El mí mismo (es decir, el concepto de “yo”, de lo que he vivido, de lo que he pensado y de lo que he sentido en toda mi vida) no es algo que esté de más o que anuncie una fantasía, una quimera o una consideración superflua. El mí mismo [el concepto del yo y de lo que Soy] es una consideración necesaria ante el hecho innegable y eterno de que hay un cuerpo que actúa y que es afectado por lo que lo enfrenta y lo que lo toca en el mundo. Es inevitable que se desarrolle un concepto del agente de los movimientos que siempre veo desde la misma perspectiva, o del ámbito en el que la sensación es particular y los demás no pueden tenerla ni concebirla en su acaecimiento, o del cuerpo que recibe las influencias que siento y que resuelve las motivaciones que se me dan. El mí mismo no se refiere sólo al ámbito intensivo, se refiere también a lo que Soy y a lo que hago, a la manifestación extensiva de mi actuación, a lo que Yo, como cuerpo, significo en mi concepción del mundo, las relaciones que establezco con lo otro de mí, hasta el punto en el que no podría diferir con la concepción que otra persona cualquiera tiene de un otro, y que tampoco difiere tanto de cuando se lee una novela y se tiene noticia de lo que le pasa y de lo que piensa un personaje, de lo que siente y de lo que vive. Pero el mí mismo es más que los recuerdos solos de lo que me ha pasado y de lo que he pensado, significa también lo que me proyecto y mi sentido ante mí mismo: el juicio de mi actuación.

Tratar de evitar el mí mismo [el concepto que tengo de lo que Soy] es tratar de desaparecer la consideración racional y especulativa de mi historia y mi porvenir. Tratar indiferenciadamente a todas las personas que se perciba que actúen tiene como primer supuesto que la única dimensión del ente humano es la incidencia inter-objetiva en el mundo y el sentido de ésta (que se agotaría a su vez en el mundo inter-objetivo mismo), y como segundo que lo que se ve, se toca, se oye, se huele y se saborea es así desde sí mismo, que la apariencia y la entidad son idénticas, que no hay nada antes que eso, consideración ésta más que absurda2. Si se puede proyectar lo que harán las otras personas no es sólo porque —como en una granja de hormigas— se infiera el comportamiento futuro por el comportamiento pasado, sino también por analogía, por conocer en mí mismo lo que el otro puede estar considerando y buscando, o los conocimientos que le sirven de base en la consideración de su movimiento y en la determinación de su meta, etcétera.

La particularidad que diferencia al mí mismo del concepto de cualquier otra persona no es sólo una invención gramatical: es una consideración ética de responsabilidad. El reconocimiento de que lo que se haga desde éste que siente y que quiere tendrá una consecuencia para mí, el que lo que haga ahora se traducirá como una situación futura que impondrá tales sentimientos y tales circunstancias: la referencia a la propiedad de las acciones es el motor mismo de toda actividad y de toda consideración ética (no sólo de sí mismo, sino de otro). Decir que el ámbito interior es una invención literaria es contravenir la prueba más patente de entre las que haya, con la única objeción de que no se dispone de una muestra física de ella (lo que viene, a su vez, de la confusión entre entitativo y perceptivo que se ha mencionado ya). El ámbito intensivo de la existencia no carece de una instancia física (simplemente ésta se da al interior del cuerpo), pero más allá de eso, negar éste ámbito es negar el pensamiento, el dolor, el placer, la ambición, el querer, e incluso la condición fundamental de toda comunicación: llevar al interior de otro lo que está al interior mío por medio de una manifestación objetiva (la palabra). Todo lo cual es absurdo, como es igualmente absurdo suponer que los actos objetivo-perceptivos de las otras personas (sus gestos, sus actos, sus dichos) equivalen a los sentimientos antedichos.


  1. Así pues, si alguien se ha dedicado a estudiarse cuidadosamente, a conocer las causas y las circunstancias de lo que el acaecimiento de sus sentimientos significa, y encontrar sus razones (aunque nunca es posible que se dé esto tal como en el caso de las percepciones, por las razones que se apuntarán en seguida), alguien, pues que se preocupa de lo que le pase, puede encontrarse, ante la inundación de los sentimientos que le vengan de la motivación, en un plano de mayor estabilidad, pues reconocer las rationes permite comprender —aunque poco— lo que pasa y determinar mejor la situación y, por lo tanto, la respuesta y el movimiento entitativos.

  2. No sólo por lo que ha quedado dicho supra, sino porque las condiciones de la percepción implican, entre otras muchas cosas, que lo que se percibe lo es desde una perspectiva; la vista, la audición, etcétera siempre suponen un punto en el que se dan; la visibilidad es propiedad de quien ve. En la entidad de una piedra no está el ser vista (aunque la visión de ella sí esté determinada por su entidad).