1.20

Se ha dicho ya que todo lo que hay en la consciencia no es más que sensaciones: el pensamiento es, entonces, necesariamente sensacional. El pensamiento es la réplica intensiva de la palabra como sensación acústica que acompaña a los sentimientos y a las representaciones imaginativas que ocurren a la existencia, y permite que se abarque cada momento bajo los conceptos que históricamente se han ligado a esas palabras.

La palabra es el elemento fundamental que abre la posibilidad del pensamiento, es la manera en la que se puede hacer, de una objeción efímera, la misma constante a través del tiempo, y en la que la sensación —que sólo alcanza a objetar a la consciencia propia— objete también a la consciencia de una entidad ajena. La concreción sonora que se pone por Mí en la realidad es la misma que llega a los otros entes; es el vínculo más directo con lo que se me escapa siempre, con lo que no Soy y quiero, sin embargo, que mi existencia y lo que en ella ocurre lo alcancen.

La palabra es una objeción sonora que acompaña siempre a muy múltiples manifestaciones sensitivas que se dan en el mismo momento. Así, lo que es evocado al pronunciar una palabra se va acumulando y tanto más, cuanto más constante sea lo en la existencia cada vez que se repite el sonido que la palabra es, cada vez que se da sola o conformando un sentido como parte de una frase, de una proposición que se me manifiesta en la pronunciación de otro o en la que viene de Mí.

El vocabulario que se tiene en lo de sí, las palabras que sé y su significado no provienen del uso de ningún diccionario; definir así una palabra supone ya el uso de palabras o de signos. Es el indicativo —el “esto”, la señal del índice, la mera contemplación del suceso— el que puede mostrar lo que se refiere con cada sonido. Para que las objeciones sensitivas que se me dan tengan sentido no es necesario que posea un lenguaje, aunque son las palabras las que posibilitan una consideración de sentido que no esté atada a la aparición misma del objeto del que concibo ese sentido. Designar sentidos [conceptos y procesos conceptivos] con sonidos es un proceso lento, que un humano no puede llegar a dominar si no es tras varios años de práctica incesante. A despecho de la pobreza de las capacidades fisiológico-cognitivas, si un humano naciera con la capacidad mental de un niño de seis años no podría mejor reconocer los significados de las palabras; una asimilación más rápida de sentidos abstractos viene justamente de su ejercicio; tendría que empezar con la misma torpeza que un recién nacido, con la desventaja de que el menor dinamismo del desarrollo corporal alentaría la capacidad de adaptación al entorno lingüístico en el que se le sumerja.

Si se puede aprender el significado de una palabra por su definición es sólo porque se tiene ya práctica en ello y por asociación a palabras ya conocidas, y con la desventaja —inmensa desventaja— de que la remisión de unas palabras a otras palabras aligera con mucho su significación ante la motivación mía. Reconocer en un sonido una situación o una cosa se da de manera más grave por la indicación directa de la situación o de la cosa que se significa. “Esto es un plátano”, “esto tiene espinas” “esto es injusto”, “esto duele” “esto quema”, “sufro porque tengo esto”; cuando un niño pregunta qué son las cosas necesita una respuesta vivencial, no una definitoria: “es injusto porque el otro no tenía defensa” antes que “es injusto porque lo que cada uno tuvo no permitió que se manifestara un encuentro real de sus fuerzas y que se impusiera aquella mayor”. Si se reemplaza una palabra por su definición se dice una tautología (“corre porque camina rápido”, “come porque se mete comida en la boca, la mastica y la engulle”), lo que se busca es encontrar en dónde está la injusticia [en dónde se muestra, cuál es la situación en la que se vive la injusticia], no en qué consiste. No se busca, pues, una descripción del acto mismo, sino del sentido del acto (“corre porque necesita llegar pronto”, “come porque tiene hambre”). Decir “esto es injusto” no es decir lo que pasa objetivamente, sino considerarlo en su sentido, porque la injusticia no es una cosa ni una acción, es un sentimiento. No es que sea injusto dañar a otra persona, sino que lo es hacerlo de tal y cual manera. Se trata —en este caso y en el de todos los sentimientos— de encontrar una identificación de lo que he vivido desde Mí con lo que ahora contemplo; de lo contrario, la laxedad del significado motivacional de las palabras será tal que no permitirá que se entienda en toda su dimensión lo que sucede cuando se enfrenta con la situación o con la palabra tal. Sufrir una injusticia es la mejor forma de definir la palabra, de encontrarse con ella; evocar la injusticia mía cuando digo o escucho que algo es injusto es la mejor manera de entender cómo es el mundo que me describe quien me dice eso {que es injusto}. Si nunca se ha sufrido una quemadura no se podrá uno aproximar al mundo que se expresa cuando se dice que alguien se ha quemado, se supondrán escenas de gente que se ha quemado alguna vez, los gritos, las expresiones; se puede —siempre se puede— decir “se ve que duele mucho” e imaginarse un calor, pero muy más fuerte: no es suficiente. Nada reemplaza a la vivencia en el conocimiento del significado y del sentido de las palabras.

Hay, básicamente, tres tipos de vivencias que se caracterizan por medio de las palabras: cosas, acciones y sentimientos. Y no es que las cosas ni que las acciones no provoquen sentimientos, ni que éstos prescindan de aquéllas para darse, sino que la referencia lingüística no contiene ya lo que les es {a las cosas, las acciones y los sentimientos} concomitante en cada quien, sino que solamente se refiere a eso que objetivamente —en tanto que objeción— se designa. Habrá para quien un manzano signifique siempre la frescura del campo y la amabilidad de las personas que lo llevaban allí cuando niño; pero, aunque en este caso no se podría separar este sentimiento del sentido de los manzanos ni de su referencia lingüística, sí es posible discernir la mera referencia al árbol de los sentimientos que la acompañan (aunque la mayoría de estas asociaciones operan de una manera mucho menos evidente, muy sutil, casi inconsciente). Las cosas son cosas materiales, tangibles que tienen una entidad aparte y alejada de lo que somos, que no fundan en nosotros más que su sentido en el mundo en el que vivimos, como las piedras, los árboles, las mesas, etcétera. Las acciones son movimientos objetivos, que se pueden definir por la sola manera en la que se presentan a los sentidos, sin necesidad de recurrir a juicios ni sentimientos, v. g.: caminar, beber, mirar, juzgar, etcétera. Los sentimientos son objeciones intensivas que están presentes sólo para Mí y que manifiestan sentidos de lo que existe o de la existencia propia como la injusticia, el bien, el dolor, el miedo, el fastidio, el sueño, etcétera. Lo que no quiere decir que no se tenga un sentimiento de perro o uno de la casa de los abuelos; ni tampoco que no haya o una acción de bondad, o una cosa bella, sino simplemente que no se definen por esto. Empero, estos sentimientos, estas acciones y cosas se acompañan indisociablemente, sólo en una análisis a posteriori se pueden disociar, y es un gran error ignorar esto, pues es la única manera en la que la existencia puede alcanzara algún sentido y en la que se entienda lo que puede significar la experiencia de lo humano o la existencia del conocimiento.

Se puede bien saber qué es la injusticia sin necesidad de poder enunciarlo, sin entenderlo. Conocer palabras por referencias a palabras y no por vivencia provoca una experiencia de lo humano muy pobre y degradada; esto supone —entre otras cosas— que se tiene garantizada la sobrevivencia sin necesidad de trabajarla, sin el dolor del sustento de la propia existencia fisiológica y cultural. Comprender [saber y también entender] lo que algo es puede muy bien darse respecto de lo puramente objetivo, pero con dificultad de lo subjetivo [de lo que sujeta a la existencia-consciencia como entidad-motivación], sólo quien se aplique en el conocimiento de lo que es y de cómo es, y que tenga la preocupación por su vivir y no sólo pretenda ocuparse de concretarse, sino de fundamentar la realización a que me impele siempre la motivación. Comprender (y no sólo entender —como lo hacen los más— ni sólo saber —como lo hacen algunos—) es la finalidad de la filosofía. El hecho de que no necesite consumarse para ser filosofía no quiere decir que quien filosofa pueda conformarse con cualquiera de las dos cosas (ya entender, ya saber), sino que su busca no debe cesar, pues nunca se hallará en la seguridad de la verdad inamovible respecto de estos temas: A pesar de haber encontrado una forma de entender lo que se sabe, habrá más, más precisas, surgirán aspectos antes no considerados o —puede también— el saber cambiará, lo que se halla incorporado se modificará por lo nuevo de la vida y porque lo viejo evanesce. Pero es la necesidad de encontrar aquello que pueda ex-plicar lo que es y —lo que, personalmente, pienso que es más importante— lo que Soy debe permanecer como un aliciente inquebrantable.

La conformación del sentido de las palabras —adjetivos, verbos, adverbios, pronombres, sustantivos, etcétera— se da, pues, en la experiencia (ya sea de su indicación en el mundo [de la vivencia directa del significado] o de la acotación de su contexto por palabras ya conocidas [de la definición nominal]). Y el sonido que ellas son, al apelar al ente que soy Yo, trae consigo el sentido que se le concibe, y la evocación de las vivencias que han conformado ese sentido, en forma, a veces, de recuerdos explícitos, pero las más en la manera de los sentimientos que acompañaban a la vivencia de aquello que la palabra designa. Del mismo modo, un sentimiento también evoca el recuerdo de una situación en la que acaeció; pero, más frecuentemente, de la palabra que los manifiesta. La designación es el momento en el que, de lo que siento, surge una palabra, en el que ocurre ésta a la consciencia como ocurre algún otro sentimiento, pues el movimiento por el que se hace la palabra es ya intensivo. De tal manera que, así como se restituye los sentimientos y los sentidos conceptivos semejantes, se restituye los sonidos que son ya parte de lo de Mí, que se hallan en mi cuerpo. El sonido del habla ex-presa lo que hay en lo de mí, pone allende lo aquende; esto mismo, en el caso de los sentimientos, es imposible; no se pueden poner como tales ante lo de otros para que ellos los sientan, no se pueden manifestar a una existencia ajena1, pero la palabra sí —aunque, como se ha visto ya, toda designación es de por sí equívoca—. La asociación entre lo sentimentado y lo apalabrado —ya intensiva (en el pensamiento) ya extensivamente (en el discurso)— es tal que en ocasiones casi se identifican; sólo quien vive casi con exclusividad entre palabras [quien no tiene la vivencia de lo que habla] o quien es indolente puede repetir sonidos sin que ello importe nada a su entidad, sin que ello remueva la profundidad de la historia [de los sentidos] que se halla dormida en la inconsciencia del cuerpo. La designación [el momento de la ocurrencia de la palabra], sin importar si se queda en la particularidad de mi existencia o si se arroja a la objeción de lo además de Mí, se da como una manifestación de mi motivación o como una respuesta a lo que se enfrenta; se da como un sentimiento más, sólo que su sensitividad es sonora (ya intensiva, ya extensiva) y su especificidad y significado muy más específico y muy menos vivencial (es la asociación con lo sentimental la que vuelve a la palabra profunda y sapiente). De ahí que para muchas personas el pronunciar alguna palabra tenga un gran peso, pues se vuelca a su memoria [se restituye a su existencia] todo lo que ella le implica y no puede tan fácilmente dejarse de lado una importancia tal, una referencia a la estancia mía en lo del mundo que me sitúa en él de modo distinto, que transtorna, pues, al ahora en el que {Yo} me encuentro {a mí mismo}. De ahí que haya habido y aún haya creencias en la invocación material de los sonidos (pues éstos acompañan a la representación de aquéllos con gran fuerza —por lo general, con toda la fuerza del tabú—) y en encantamientos por palabras mágicas, unidos generalmente a música y olores que también son muy evocadores, aunque éstos por sí mismos.

El hecho de que el sonido de una palabra sea mucho más constante e invariable que cualquiera de las percepciones visuales, táctiles, o que cualquiera de los sentimientos implica que bajo su sonido se puedan ir agrupando sentidos varios, pero que aún conservan un núcleo común que es el que brinda el concepto que en la enunciación se busca eyectar y provocar. Cada visión diversa de hechos diversos, cada acaecimiento sentimental en muy diferentes circunstancias, cada vivencia, actitudes distintas, todo esto es enmarcado por el mismo sonido que permanece casi invariable: “blanco”, “silla”, “muerte”, “perdón”, “dignidad”, “pobreza”, “mar”, “casa”, “mierda”… siempre la misma palabra para cada diferente vez de cada cosa. Lo que se siente intensivamente [los sentimientos que acaecen] ya por indicación propia del estado del cuerpo, ya por respuesta a la apelación del mundo al Yo (aunque también esto necesita modificar al cuerpo para manifestarse) se asocia con las palabras, y éstas se invocan concomitantemente a la invocación de los sentimientos. Así también, los sentimientos que ya están conmigo hacen que se recuerden palabras asociadas, que se recuerde su sonido, y este sonido es el que les da una coherencia al ubicarlos en un sentido ya muy familiar que se entiende mejor que la vivencia misma porque se trata —con las palabras— de objetos ya fijos. El designar el estado de lo en mi existencia, de lo que veo, de lo que me pasa o de lo que pasa en el mundo con palabras es fijarlo ante mi consciencia, ponerlo de una manera muy más familiar, con un sentido determinado con menor dificultad y desgaste (pues ya se ha acostumbrado a hacerlo): con un sentido lingüístico. El poner lo que me pasa en palabras permite que la consciencia tenga mayor claridad para encontrarse con el mundo en el que se suceden tales cosas y con la manera en que lo hacen, para descubrir qué es lo que posibilita esto que ahora es, y qué es lo que se puede esperar de él. Aquello que de otra manera sería sólo un indicativo de motivación, de busca, de movimiento tratando de apaciguar…, de conseguir…, de conservar…, se tiene ahora como un elemento de una articulación que permite encontrarse con el mundo en el plano especulativo.

En la consciencia cada ocurrencia es inédita, es in-retenible. La carencia de la actualidad sensitiva que la constituye marca su desaparición para siempre, la configuración corporal [la situación] que permitió que se originara como se originó —en el contexto, las circunstancias, los pequeños detalles de los que parece que no nos percatamos, etcétera— se pierde sin posibilidad de recuperación… es por el logos que un momento se puede llevar a la abstracción, es la palabra la que toma este momento único y lo pone en una dimensión más constante, lo saca del río inasible del devenir y lo coloca en la fijación de ese sonido, de ese concepto que es el que mejor recordamos luego, el que nos permite ubicarnos con una precisión de que la sensitividad —con su actualidad evanescente— es incapaz. Al llevar la sensitividad al ámbito de la palabra [del pensamiento] se está poniendo a lo que llegó, de una manera fortuita, a tocarme en mi existencia en un signo que está ahí tan pronto cuan yo la invoque, en un sonido que puedo perfectamente reproducir —incluso sin pronunciarlo— sin que para ello la realidad ajena deba transformarse [sin que deba pretender lo que está más allá de mi entidad] más que en el momento de la transmisión de las ondas sonoras. Por medio de las palabras, del pensamiento es posible que lo que ocurre ahora y que no ha ocurrido antes ni ocurrirá más pueda dotarse de un sentido que trascienda la efectividad sensitiva de su acaecimiento; si se dejara en la fugacidad que irremisiblemente acabará con él, entonces no sería posible que se pudiera integrar conscientemente al conjunto de lo que se vive.

Las palabras tienen ya un sentido, un concepto que se ha fabricado históricamente y que se nos da con ellas. El recuerdo de su sonido está con nosotros y es tan habitual que nos permite ubicarnos mejor en donde estamos. Cuando se designa lo que está pasando con el lenguaje, esto —que es único y evanescente— se vuelve familiar y abstraído del contexto situacional, se nos muestra como parte del mundo ya conocido**, se aclara el sentido de lo que sucede más allá de su apelación inmediata e intuitiva: se piensa lo que sucede y, al mismo tiempo, se fija el deviniente acontecer en otro que se repite igual siempre: la palabra. Entonces, gracias al lenguaje-pensamiento se puede llevar siempre el devenir inédito hasta lo que es ya habitual a mi entidad, hasta lo que ya se entiende y, de esta manera, entender también lo que está pasando: con el lenguaje llevo conmigo mi habitación. Pero este hecho de que lo que se da en la consciencia con inmensurable complejidad se pueda abstraer y fijar en pensamientos no solamente significa que lo que me está pasando se me aclare y conserve, sino también que —por eso mismo— la riqueza vital que tiene la actualidad sensitiva [la consciencia, la existencia actuales] se ve reducida igualmente y la consideración de lo que simplemente se piensa tiene, en consecuencia muy menor fuerza ontológica, vital, apelativa.

El sonido de la palabra es un objeto que es real, que tiene una entidad como vibración acústica y que no depende más de lo que Soy apenas es pronunciada, pero que pretende una remisión a algo que no es ella, sino a lo que ella designa. Su gran valor se halla en que precisamente esta cualidad {sonora} real se puede dejar de lado para encontrar la cualidad vivencial, existencial, sensitiva, cognitiva que designa por sus evocaciones. El pensamiento consiste en la consideración especulativa de las cosas de la existencia propia o ajena de manera lógica [en función de la palabra]: en las especulaciones de las cosas que se traen a la re-presencia por medio de las palabras, del logos. Pensar es, para usar la expresión platónica, un diá-logo con uno mismo2. Es poner ante mi entidad —desde mí— un logos que la apele, y que esta apelación sea respondida con otro logos que nazca ante el planteamiento de lo que está —por la palabra dicha primero— en el espejo imaginativo [del mundo posible que significa el primer logos], y que esto, a su vez, provoque una nueva respuesta, etcétera. El diá [διά] de este diálogo interno se refiere a la designación, a la travesía de la palabra desde lo que Soy hasta lo que existo, es el movimiento por el que se pone la palabra ante lo de Mí; si el diá-logo se pone en el mundo allende para la objeción de otro o se queda en lo de mí para mi propia consideración, igualmente de trata de una manifestación.

El pensamiento —como lo dice Platón— que consiste en “plantearse ella misma [el alma (ψυχὴ)] las preguntas y las respuestas, afirmando unas veces y negando otras” es el inquisidor, el que examina una cuestión, una situación posible del mundo según lo que se sabe y se entiende de él; empero, lo que no sigue esta practica dialéctica propiamente platónica igualmente es un diá-logo [una palabra que atraviesa —en la sensitividad acústica— la frontera entre mi entidad y mi consciencia]: es una manifestación de lo que hace a mí de mi situación. Lo que sigue es la apelación que la presencia del sentido de esta(s) palabra(s) hace al Yo, que provoca una repuesta sentimental, que es acompañada por las palabras que se le asocian y que clarifican su sentido por el sentimiento responsivo. Esto es, que la consideración de la posibilidad de un mundo —que se da por medio de la palabra, del logos— apela al Yo (se trata de un διά-λογος: la palabra que se presenta y que apela entonces a mi entidad, a mi cuerpo, a lo que Soy) y, en esta apelación, lo que Soy se manifiesta ante la posibilidad de la real efectividad de esa especulación de manera sentimental y conceptiva; esto a su vez puede llevarse a la abstracción [fijación | permanencia conceptual] lógica [lingüística], cuya consideración nuevamente apelaría a mi entidad (un nuevo diá-logo)…

Es decir, que por medio de la palabra, del discurso, se piensa [se especula detenida y conceptualmente sobre] una situación, un sentido, un objeto en unas circunstancias dadas; se pone al Yo ante una situación de tal manera que él responda, ya sea, por ejemplo, proyectando las consecuencias de tal cosa o preyectando cómo a llegado a donde está. Se utiliza, entonces, ese campo ontológico de emulación para encontrar los principios y los fines [las rationes] de lo que hay en el mundo; es decir, por medio de este ejercicio del pensamiento es por el que se entiende al mundo mientras que es por medio de la acción que se le sabe.

El sentido que queda encerrado en la palabra que se pone frente a Sí en este pensamiento [en este diá-logo], se presenta y provoca a la motivación de mi entidad, la apela como si se estuviera realmente ante el objeto (extensivo o intensivo) con el que la palabra comparte —y por el que tiene— su sentido. Pensar es poner a mi existencia ante un mundo, hacerla que se enfrente a una posibilidad como si fuera actual, efectiva y encontrar la respuesta que Doy como ente a ese mundo especular, que podría coincidir con el real. Al mismo tiempo, los sentimientos que ocurren —ya desde sí, ya por la especulación, ya por la sensitividad actual— encuentran un logos que las subsuma y las manifieste en la claridad conceptual en que ellas {las palabras} son para mi Yo; claridad ésta que es tal por la familiaridad del objeto que son las palabras, por la habitualidad que ellas tienen conmigo.

Cuando por el pensamiento se figura algún momento cualquiera del mundo o de un objeto, el ente que Soy concibe especulativamente las circunstancias en las que ese mundo puede ser. Éstas no sólo son acotadas por el absurdo absoluto que resultaría de pretender trasgredir las propiedades ontológico-epistémicas últimas [de llevarlas más allá de los límites de la imaginación], sino que también son acotadas por la sapiencia y por el entendimiento que del mundo se tiene. Es decir que, como la emulación de la posibilidad no deja de ser conceptiva, la sapiencia in-corporada se puede mostrar contraria a lo que se especula, provocando con ello una molestia que viene de la intuición de la falsedad de lo que se piensa, o un agrado cuando coincide con ello. Otro tanto ocurre también con el entendimiento de las cosas, aunque esto no es de manera intuitiva, sino conceptual; es decir que aquí lo que no se compagina es que haya conceptos [sentidos] antitéticos vertidos sobre la misma situación. Pensar sobre cualquier objeto es, entonces, probarlo en sus circunstancias y en sus posibilidades por medio del espejo de la imaginación. La palabra es aquí imprescindible, ya que es la que trae consigo las representaciones especulativas que apelan a mi entidad, cosa que con los recuerdos solos sería más difícil y laborioso.

Esa cualidad que tiene la palabra de permanecer la misma, constituye su virtud y su desgracia: A la vez que posibilita referirse de manera genérica a lo que hay en el mundo y en mi entidad (por medio de llamar a su concepción instituida y a la respuesta del instinto), se deshace de la infinidad de matices, de la particularidad única del momento que pasa; se deshace del perderlo para siempre y lo encapsula en otros recuerdos (los de los conceptos y de sus palabras relacionadas) más sólidos —por más recurrentes—. Al mismo tiempo esto implica que las palabras no son capaces de ex-presar la existencia en su efectividad, ni de recuperar la inmensurable riqueza sensitiva que el flujo temporal ha arrancado del mundo; sólo se puede encontrar un sentido desprovisto del objeto al que significa (aunque puede evocar sus recuerdos e incluso —en tratándose de sentimientos— puede restablecerlos en acto). Las palabras fijan lo que pasa por ellas y lo absorben como parte de su propia concepción, que es restituida ante su aparición objetiva; y es por eso que no se encuentra en ellas la apelación que en un principio provocó la objeción pasada, esa que ya no es.

En las palabras, pues, se fija la aparición del o los sentidos que tiene lo que pasa en este momento, más allá de la concepción de lo sensitivo actual —que, por supuesto, también puede ser muy familiar, pero no puede hacerse aparecer cuando se quiera, como la palabra sí—. No es que las palabras tomen el sitio de los conceptos: la concepción de lo sensitivo prescinde de lo que en las palabras —como sensitividades sonoras que son— también se concibe3; el lenguaje no reemplaza el encuentro directo con la realidad y no les da él su sentido, sino que lo adquieren por la motivación de lo que Soy. La interpretación del mundo no depende del lenguaje que se tenga, aunque, de cierta manera {de una manera inteligible}, el pensamiento sí; hacia el final del apartado siguiente se hablará de ello.


  1. Desde luego que hay gestos y movimientos que pueden manifestar un estado de la existencia aquende, pero esto no sólo no pone ante lo de otro mi sentimiento (sino sólo su significante, que aún debe ser concebido como el tal sentimiento), sino que es muy general, muy inespecífico en comparación con la proliferalidad de la palabra.

  2. «A mí, en efecto, me parece que el alma, al pensar [διανοέομαι] no hace otra cosa que dialogar y plantearse ella misma las preguntas y las respuestas, afirmando unas veces y negando otras» — Teeteto, 189e-190a (dicho por Sócrates). Y también: «El razonamiento [διάνοια] y el discurso [λόγος] son, sin duda, la misma cosa, pero, ¿no le hemos puesto a uno de ellos, que consiste en un diálogo interior y silencioso del alma consigo misma, el nombre de razonamiento?» — Sofista, 263e (dicho por el extranjero eleata).

  3. Aunque hay personas que se encuentran mucho más con palabras y con pensamientos que con objeciones vitalmente relevantes para sí.