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Cuando se trata de llegar, en cambio, a un nivel más allá, a un nivel en el que la distancia es infranqueable, lo que ocurre es que no hay manera en la que me encuentre con eso que está más allá de la distancia, sino sólo con su manifestación (con su rostro); pero, a la vez, esta manifestación es todo su contenido. Lo que no sucede aquí es un acercamiento, sino que la relación se da en la absoluta inmutación de las partes de la relación (es una «relación sin relación»). Es una relación con lo metafísico, con lo que trasciende al Mismo, con lo que trasciende al fenómeno, es romper aquel límite que Kant había establecido con su Crítica1. Pero no para llegar a otro lado, sino para encontrar una no-respuesta en la misma afirmación.
¿Cómo es posible, pues, una relación con algo que es absolutamente trascendente, con algo que no se puede alcanzar, con lo que nunca puede ser objeto de experiencia, con lo que se alza sobre nosotros sin posibilidad de poder sobre él? ¿Qué es esta trascendencia que nos impele a llegar hasta ella y al mismo tiempo se nos niega? ¿Cómo es posible que la totalidad se vea quebrantada?
La relación no puede ser de conocimiento: «La tematización y la conceptualización, por otro lado inseparables, no son una relación de paz con el otro, sino supresión o posesión del otro» (p. 70). Lo que se alcanza, entonces, cuando se tematiza, no es a lo otro (no, por lo menos, en tanto que otro, sino en tanto que el mismo tematizador). Tematizar algo es dotarlo de sentido, pero relacionarse con algo otro es dejar que se exprese desde sí, dejar que muestre su propio sentido. ¿Cuál es, entonces, el tipo de relación que se está buscando?
Dice Levinas que la teoría es «dejar manifestarse al ser conocido respetando su alteridad» (p. 66), y no puede ser de otra manera, puesto que, si realmente se ha de conocer lo que en la experiencia se manifiesta, hay que interrogarla, hay que dejar que sea ésta misma la que nos conteste (que se manifieste), que diga de sí misma. Pero de esta manifestación no se puede decir que sea pura, que permita que verdaderamente se exprese lo otro como es en su mismidad (como es en su separación); sólo puede haber una verdadera relación entre dos entes que están separados, entre dos desde lo de sí. De esta manera, si bien la teoría resulta de detenerse en la acción, en los actos que son suyos, en los actos económicos que tienden al gozo para dejar que lo que es otro fenoménico se manifieste, la teoría no encuentra a los fenómenos en lo que son desde sí mismos, porque para que la teoría se concrete, hace falta también la inteligencia, y por medio de ésta «la alteridad de lo conocido se desvanece» (p. 66). Así, hay en el acto de inteligir (de entender) una supresión de la alteridad. Lo otro ya no se manifiesta como otro, su inteligencia (que significa hacerlo parte de lo que se entiende, pero desde el entendimiento del inteligente) radica en imponerle categorías generales, en introducirlo en un plexo de significaciones, en darle un sentido2. Es decir que lo que se consigue es justamente tematizar la alteridad y esto es integrarla en la totalidad. ¿Cómo podemos, entonces, comprender lo que se pide?
Es cierto que Kant establece límites al conocimiento, y no a todas las relaciones posibles de lo humano. Kant establece, justamente como Levinas, que las categorías aplicadas a lo que es fenómeno no pueden escapar de eso que los ha traído a ser como son (determinándolos como se les determina) y que les da sentido, que es la experiencia. Pero Kant no puede concebir una relación metafísica, no puede hablar de lo nouménico, no puede, pues, tener experiencia de lo Infinito levinasiano. Esto es lo que hace: en la misma línea ontológica-espistémica occidental, descubrir un ámbito que no se puede totalizar, un ámbito nuoménico (y en eso va un paso más allá), pero inmediatamente lo excluye de lo que es dable a la experiencia (a la tematización, diría Levinas), y en este acto lo niega; lo pone, sí, como fundamento de la realidad, pero es él mismo una realidad a la que estrictamente está prohibido el acercamiento. Esta prohibición establece nuevamente a la totalidad en su casa, en lo de sí, la regresa a la seguridad y la arbitrariedad en donde su espontaneidad, puede. Por eso, para Kant, la moral no puede sino fundarse sobre la libertad de esta espontaneidad, no puede sino determinarse a sí misma en el seno de lo que se haya inserto en su propia lógica. Esta auto-fundamentación de la moral no tiene, para Levinas, sentido, sino que, atea como en las primeras meditaciones de Descartes, seguirá hundiéndose en sí misma sin encontrar una afirmación referente a lo que el mundo es (no habría voz en un mundo silencioso).↩
Sentido como el que les da Heidegger en El ser y el tiempo. Un sentido tendiente a una finalidad (un ser a la mano, un ser ante los ojos). En el Heidegger anterior a la Kehre (en el Heidegger fenomenólogo) se da una preocupación por la ontología que reniega de un antropocentrismo que es, no obstante, recuperado con mayor violencia por lo mismo: se reniega de que la teoría siempre se haya hecho desde lo humano, pero, al no poder ir más allá de lo que se muestra como fenómeno, lo que se consigue es que el fenómeno (un fenómeno que es como es desde y para lo humano) se convierta en la esencia (se confunden el aparecer y el ser). De esta manera, se ejerce una tiranía sobre lo ente más rígida que la que Heidegger se proponía reformar (o, más bien, re-fundar).↩