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Pero la cualidad absoluta por la que tanto pelea Hegel no alcanza atener justificación, sino que se trata de una petición de principio, pues primero descalifica las posturas críticas con el argumento —a grandes rasgos— de no alcanzar la absolutez y luego indica que la verdadera tarea de la filosofía consiste en alcanzar el saber absoluto, único saber realmente filosófico y hacia allá se dirige. Como el argumento del primer motor aristotélico, que se justifica por lo absurdo que sería una infinitud de causas motrices, así el afán del absoluto hegeliano yace en la negativa de éste a aceptar la posición kantiana de un comienzo particular y de un fin. La filosofía hegeliana carece de comienzo porque desde el principio ya es lo que debe ser, y hace de esa carencia una exigencia irrenunciable: el camino sólo es la forma aparente que ha de tomar ante la imposibilidad de mostrarse de una vez como es. A Hegel le repulsa la idea de que todo lo en la consciencia sea —como él interpreta a Kant— mera apariencia y, como respuesta, eleva lo en la consciencia a realidad absoluta, fundamento de sí mismo como parte de la absolutez que la contiene, no hay ya apariencia: todo lo real es racional y todo lo racional es real.

Y es por esto —parece— por lo que Hegel ha sido retomado por las filosofías de siglo xx: en su afán de incluir todo en su Absoluto (que es razón) toma lo que en el paradigma de su época es considerado no‐racional (y, por lo tanto, no real) y lo pone en la racionalidad‐realidad que constituye su proyecto: lo temporal, lo local, lo particular, de pronto son atendidos como parte de la realidad reconocida filosóficamente quizás por primera vez: ése ha sido su legado: sin tomar la racionalidad absoluta, se han quedado con la inserción de la situación y la historia como componente ineludible del saber filosófico.

La inclusión de lo situacional en el espectro de lo que debe ser filosófico es, sin dudas, algo positivo y necesario luego de tantos siglos de relegamiento y descalificación. La aceptación de la pluralidad y de la sensibilidad —éstos ya no de cuño hegeliano— como parte conformante y no despreciada de lo que es humano (entre otras muchas cosas) deben ser y han sido para bien incluidos en los temas filosóficos. Pero parece que en el afán reformista se ha tratado ahora despóticamente al sentimiento y al afán que han dado nacimiento y sostén a lo filosófico durante los siglos que, en occidente, sobre ella se ha escrito. La crítica de lo humano con afán trascendental y acotado por la finitud óntica es posible y ha de ser retomada más temprano que tarde, aunque las vicisitudes de esta civilización parecen no augurarlo.