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El ámbito propio de la filosofía es, antes que nada, la vida. Y sus manifestaciones son, no la escritura y la lectura, sino el pensamiento y la palabra (los cuales, obviamente, no excluyen a las anteriores; pero tampoco las incluyen completa ni exclusivamente).
No la ejecución del pensar filosófico, ni “el conócete a ti mismo” délfico, ni el thauma de ser y de lo del mundo, ni la consciencia de la propia finitud se adquieren ni se realizan en los libros. Un filosofar auténtico puede darse en el más rupestre de los campesinos, en el más solitario de los ermitaños o en el más inculto —si cultura se entiende en el sentido de un tipo de conocimiento teórico-estético específico— de los analfabetas. Por otro lado —y como diariamente es posible comprobarlo en esta misma facultad—, el más erudito, el más dedicado lector de toda la literatura filosófica y técnico-filosófica puede muy bien carecer de la menor filiación y del menor compromiso con la verdad que enseñan el mundo y el propio ser.
El filosofar auténtico sólo puede venir de la preocupación que alguien tiene para consigo y para con lo suyo, debe ser un pensamiento que nazca de la necesidad de darse razón del mundo en el que vive, del tiempo en el que es, de la responsabilidad que tiene cada cual con su vida. Se trata siempre de una respuesta a lo que se le presenta como angustia de lo ignoto, es un sentimiento y una actividad tan vitales que poco pueden separarse de quien los encarna, sino a costa de su petrificación, de convertirlos en el cadáver inanimado del que tanto gustan los vivisectores y taxónomos del mundo (los científicos, los técnicos).
¿Por qué se ha de buscar en las palabras y en los tiempos de otro el respaldo que pueda dar voz a mi palabra? ¿A caso es el hecho de no haber pasado ya por el juicio de la historia, de que mis textos no hayan sido leídos durante siglos una condena para que mis palabras no hayan tampoco de ser escuchadas?: Sí, si se busca que las escuchen quienes se interesan poco por la realidad de la vida y mucho por la erudición y la vana disputa. Pero, ¿hace falta que ellos —o que ningún otro— las escuchen y las aprueben para que se realice el filosofar? No, aunque es prácticamente imposible permanecer callado cuando se ha alcanzado alguna verdad que es tan cara en la propia vida, aun cuando poco o nada importe a los más.
Nunca la filosofía necesitará —para ser tal— publicidad, nunca el filósofo dejará de serlo por no escribir o por no salir de la imprenta libros suyos.