8.4
La ilusión de fe, ya trascendente, ya vital, niega el significado —y sólo el significado— del sinsentido, lo des-precia, y no lo considera porque el motivo ilusionante ilumina a la motivación y la deslumbra, enceguece la consideración de la aniquilación, que termina perdiéndose en la insignificancia. Tener un motivo más grande que la nada que me espera: eso es la ilusión. Pero, a su vez, la ilusión de fe no es como la ilusión ingenua: ésta es espontánea, en tanto que aquella sólo surge por la superación —nunca negación— del sinsentido; es decir, que no se trata de una vuelta a la ingenuidad (aunque, muchas veces, esa pueda ser la pretensión) de tal manera que no quede ya huella ninguna del absurdo que se comprendió alguna vez: eso es ya imposible. Se trata, más bien, de enfrentarse al sinsentido —que constriñe a la indiferencia— con un motivo más grande; gracias a la fe en el motivo que me trasciende o en mis instintos me re-ligo al mundo, mi realización tiene, nuevamente, un sentido: llega a algún lado, no ya como en el sinsentido, que se sabía destinada a hundirse en la nada.
La ilusión de fe trascendente se le opone a la aniquilación trascendiéndola; la vital la asume y, en esa asunción, la subsume a su propia vitalidad: ambas des-precian al sinsentido. La rebelión y la resignación, por el contrario, lo precian en su consideración, y viven contra él o con él. El iluso, una vez que se hubo encontrado con el sinsentido, buscó la forma de remontarlo para colocar nuevamente a su motivación en un sentido y, así, devolver la plenitud a la búsqueda de la actuación y de su hacerse. Hay, empero, quien no es capaz de ilusionarse, porque no puede dejar de lado la objeción del sinsentido, porque sabe, en el intento mismo de remontarlo, que se está engañado, y aún aprecia en demasía su dignidad como para dejarse llevar por lo que mejor le acomode, en despecho de lo verdadero; así, sólo le queda rebelarse o resignarse.
A pesar de las verdades particulares, que en cada quien se conciben de acuerdo con sus vivencias, la realidad es una, y el encuentro con mi verdad no depende de que otros la vean o no, sino de que yo, que la busco para ser digno del acto en que me realizo, tenga la convicción de que tomar como premisa cualquier otra cosa sería traicionar lo que Soy, sería entregarme a la pusilanimidad y a la indignidad. Yo, que comprendo la verdad del sinsentido, no puedo apartarme de ella, aunque ninguna otra existencia se manifieste igualmente, aunque todos la ignoren o la desconozcan: la vacuidad que me sostiene no dejará de encontrarme siempre, la aniquilación constante del tiempo, aniquila también mi vida, que se identifica con ese mismo tiempo. Se destruye mi felicidad y mi desgracia sin que, en el fondo de mi entidad, nada se destruya ni se construya: todo permanece igual. Me comprendo como rehén del impulso ciego de mi entidad hacia la entidad al que no puedo renunciar. La manifestación de mi motivación obedece a la búsqueda del bienestar, pero la especulación le enfrenta con su porvenir y con la concepción de la nada que le espera, le enfrenta también con una posibilidad del mundo mejor que no se conviene con la satisfacción de la necesidad manifiesta por el deseo vital: Lo que Soy sabe de una contradicción entre el seguimiento del los caprichos ciegos de la motivación ante lo sensitivamente presente y lo que de ellos y de mí mismo me proyecto especulativamente. Para quien es capaz de preferir la dignidad de su entidad (lo más buena [querida] posible) a la saciedad efímera del dolor y del apetito, es imposible no padecer el dolor actual y que la necesidad ciega de lo que soy no lo impela con más fuerza cada vez: tiene que lidiar contra ese impulso —el más básico y fundante— de regodearse en lo presente, so pena de saberse indigno, de encontrar al mí mismo como una objeción molesta, repulsiva incluso: de llenarse de vergüenza por saberse contrario a lo que se quiere ser.
La rebelión existencial [la rebelión contra el sinsentido] es una actitud que le responde al sinsentido, no tratando de anularlo —como los ilusos— sino contrariándolo; es decir, afirmando sobre todo aún la verdad del mundo y de mí mismo, y la del bien y del mal que todavía se sienten con fuerza emerger de mi entidad a pesar de que se sabe del sinsentido y de la fatuidad: revelarse contra el sinsentido es defender el derecho de juzgar**. Esto es, defender mi agrado y mi molestia, mi deseo y mi repulsión, pero no de la manera en la que lo hace el iluso vital (i. e., afirmando mi vida como fundamento de todo sentido), sino aceptando la fatalidad por sobre mi vida, pero oponiéndole la fuerza de la convicción interna, que nace de saber que hay un mundo mejor que otro, a pesar de que ambos sean insignificantes, que hay una estancia más buena que otra, a pesar de que ambas se pierdan instantáneamente. El rebelde existencial conoce la tragedia como destino, y la acepta.
La misma dignidad que le impide alejarse de su convicción del sinsentido le impide abandonar su judicatura y su convicción de que hay todavía lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Acepta el sufrimiento, pero todavía resistiéndolo [todavía sufriéndolo efectivamente] porque aún niega lo que lo niega. Es decir que, en cada afirmación de lo que Soy, el rebelde existencial al mismo tiempo sufre por el conocimiento de la aniquilación y de la insignificancia de su entidad. No puede gozar plenamente, porque cada gozo es también el sufrimiento de su pérdida; no puede esperanzarse totalmente, porque cada esperanza es también la promesa de la desolación. No puede ilusionarse con la trascendencia del amor, porque sabe de la imposible conjunción de las entidades: ama, pero en la tragedia de la pérdida permanente, de la imposibilidad del alcance de lo que deseo y —peor todavía— de que me alcance quien me desea; quiere, pero en la sapiencia de la imposibilidad de la satisfacción, siempre descontento, siempre en el conocimiento de que la exigencia entitativa se repite sin cesar y sin sentido, de que sin importar lo que haga, siempre algo le faltará, siempre será insuficiente, siempre será solo. No puede entregarse al disfrute de los placeres que le ofrece la vida, porque los sabe fatuos y risibles (sabe que son la obediencia ciega de un instinto que él no escogió, que puede discernir en su bondad o en su maldad (según lo que resulte del cumplimiento de la tendencia), pero del que —a pesar de ello— no puede apartarse). Su fuerza vital aún le permite concebir la posibilidad de la mejoría y de lo bueno, pero con la convicción de que, siendo mejor, nunca será óptimo y siempre insuficiente, de que nunca alcanzará para poder hacer que la vida valga la pena, pero convencido de que hay algo que debe defenderse: la verdad y la dignidad. Rebelarse contra el sinsentido es defender el derecho a no perderse a sí mismo.
La condición trágica de la vida del rebelde existencial, por el empecinamiento en conservarse a sí mismo y mantenerse firme en la verdad a pesar de su dolor, y por el seguir negándose a aceptar su negación —y, por lo tanto, aceptando el sufrimiento como tal, y no como afirmación propia—, vive en constante agitación en contra de su situación. Vive, a pesar del ultraje de estar vivo, vive contra las condiciones entitativas en las que está obligado a la existencia. Y todo ese dolor se enfrenta, al mismo tiempo, con el gozo fácil de los ingenuos, con la cruel patencia de que la carencia del compromiso con lo verdadero y con la dignidad del acto permite disfrutar de algo que es falso, aunque sea efectivo**. Los ve regodearse en el engaño, como quien ve a un niño humillarse a cambio de una golosina o maldecir porque se le niega el juguete favorito: con cierta lástima y con cierta nostalgia. Y, empero, ¿qué será capaz de reclamar al ingenuo el que se rebela contra el sinsentido?, ¿qué él, sabiendo la verdad y siendo digno sufre, en tanto que aquél, estúpido y entregado puede disfrutar creyendo en el amor, el placer y la vida?: No es tal un reclamo válido; es, más bien, una queja contra sí, un clamor nostálgico por la recuperación de la ignorancia de su situación, por la vuelta al infantilismo en el que no había más que lo de ahora: hay una nostalgia de la ingenuidad ante la derrota del absurdo.
Pero la derrota existencial es, al mismo tiempo, el triunfo de mantenerse en la incapacidad de soportar la pérdida de la determinación por la verdad de lo que él es y de lo que es el mundo. Nacerá, es probable, el impulso de gritar la verdad —su verdad— y de cuestionar a los otros: “¿cómo es que no lo ves?”, “¿cómo puedes continuar creyendo?”. Pero el ingenuo no cree, sabe (porque no sabe de la posibilidad de que sea de otro modo, no se ha contravenido su instinto) que la vida consiste en buscar la felicidad.
Es probable también que su llamado {el del rebelde existencial} sea sólo una respuesta a las inquirencias de los demás (quizás no todas verbales). Entonces, lo que se hace es hablar y expresar lo que me existe ante todos aquellos que no pueden concebir desde sí de lo que se les habla, y desgarrarse para terminar más abandonado que antes (abandonado no quizá por ellos sino por la patencia de la incomprensión, alejado aún más por la anti-patía entre la que me encuentro en un mundo en el que nadie sabe lo que sé).
Empero, también puede entender que no hay motivo para reclamar a los otros de su ilusión, que no puede exigirles que se den cuenta de la desolación y del absurdo, del infantilismo y del patetismo que representa su afán, semejante al del actor que confunde su papel con su vida; porque, en el fondo, no tiene el derecho de imponerles nada, de arrebatarles la ingenuidad para darles en cambio esta tragedia continua que él vive.
La existencia de todos es la misma derrota, aunque la ilusión enceguezca. El valor de superar esa ceguera resulta ser la condena trágica al sinsentido: el saberlo o el ignorarlo no proporcionan nada que lo cambie, sino la que única satisfacción consiste en saberse todavía digno de sí, porque se conserva el valor de cada acto como producto, a partir del conocimiento de lo verdadero, de mi discernimiento de lo bueno y de lo malo: aunque pierda el valor de la vida, conservo mi dignidad de vivirla. Pero la existencia que lo ignore, aunque carezca de tal dignidad, prevalecerá existiendo; no habrá mayor cambio si la sabe, sino la pérdida del derecho a ser feliz, que sólo proporciona la ilusión. Por esto mismo, puede que la nostalgia invada a la entidad de quien no renuncia a la posesión de la verdad, y que se anhele tener de nuevo una ilusión, encontrarse nuevamente con la esperanza de lo deseado, de lo bueno, de la felicidad… para volver a los momentos plenos y a la risa fácil de los ilusos.
Pero el rebelde existencial comprende que no puede ilusionarse sólo porque pretende la renuncia de esta oposición trágica: si la ilusión no es sincera, entonces se está entregando al sinsentido. Pretender ilusionarse sin la convicción del motivo ilusionante [pretender abandonar la verdad sólo por alcanzar el gozo] es imposible, porque tal ilusión no se daría: {sin convicción} carecería de la fuerza para deslumbrar a mi motivación. Además, eso significaría abandonarme al juego del sinsentido, no sólo soportando —lo que es ineludible— los hilos que me mueven, sino aceptándolos y conformándome con ellos; no se puede negar que, en el fondo, esos resortes de la voluntad manifiestan lo que Yo soy, pero el quid es que no los he escogido, sino que me son impuestos por mi propia condición entitativa: no hay consulta, no hay valoración. En el fondo, el conflicto consiste en que, al presentarse existencialmente, las motivaciones y los impulsos se someten al examen racional, que siempre reprueban; pero quien no consiente de sí actuar sin razón (sino sólo en razón de lo bueno) tampoco puede consentir sin más que es así como se es. Lo que no puedo aceptar de mí mismo es hacer algo que no valga (aunque, por el sinsentido, al final nada vale), que no tenga una justificación.
El rebelde existencial está, así, condenado a desgarrar su existencia lanzándola contra molinos de viento metafísicos, pero sin ignorar lo que son —queriendo vencerlos sin esperar hacerlo— y sin que a nadie convenga esa batalla, sino a sí mismo.
Hay todavía otra manera de responder al sinsentido existencial, una que necesariamente es precedida por la rebeldía (pero que no necesariamente la sucede). Cuando se ha socavado ya la fuerza con que se resistía a la sinrazón de ser, al sinsentido de la existencia (aunque no es necesario que este agotamiento se dé), entonces no queda más que resignarse, que abandonar, no la convicción de que es absurdo vivir, sino la oposición a éste [la defensa del juicio y de la consideración de lo bueno y de lo malo].
La resignación existencial es una actitud que desatiende la estancia en el mundo; se trata de una existencia que asume el sinsentido (que no se le opone), pero que no lo acepta (que no se ilusiona con su motivación (pues, para el rebelde, oponerse a la ineluctable ausencia de sentido de lo bueno y de lo malo es un motivo)). El resignado no pretende —ni puede— superar la verdad del sinsentido y, por lo mismo, no se puede arrojar al mundo, sino que se des-pre-ocupa por lo que haya de ser de sí: no se entrega al juego fatuo de la motivación, sino que abandona la batalla contra la vacuidad y la insignificancia. El juicio, lo bueno y lo malo se vuelven muy más relativos, ya no hace por defender sus convicciones (pues éstas se debilitan con su fuerza entitativa): se abandona a la apatía.
El aburrimiento y el tedio son las características distintivas de esta resignación, pero no se trata ya de aquéllos que se seguían del ocio en la ingenuidad de la tendencia a lo del mundo, sino de un tedio por la vida en general y no por la situación en particular. Su motivación se limita ya a lo que más cercana e inercialmente le ocupa, pero no porque, como el animal irreflexivo, se enardezca la motivación sólo con lo que se le presenta sensitivamente, sino porque su fuerza motivacional es tan menguada que sólo atina a manifestarse por lo que más in-mediatamente se le presenta. Lo bueno y lo malo no son ya esos parámetros que distinguían lo permitido de lo prohibido, indican ya solamente la diferencia entre lo conveniente y lo inconveniente; no debe olvidarse que se trata de un ánimo menguado: no es que aspire a algo, como no sea a mantenerse en las condiciones que menos le molesten. Esta relatividad de lo que está bien y de lo que no, no lo convierte en un criminal, porque carece del impulso pasional o del interés maquinado que caracterizan a los más de los crímenes; si comete un crimen no será por eso sino, tal vez, por la circunstancias (como Meursault en El extranjero), sin alguna convicción de obtener algo importante a partir de ello, ni de perderlo.
En el fondo está la indiferencia, no sólo entre morir o vivir, sino entre cómo hacerlo; no porque todo dé exactamente lo mismo, sino porque la diferencia que puede haber significa muy poco, cuando no nada. El que se ha resignado al absurdo de vivir permanece y ya. La inercia es la que marca el rumbo de su vida, no hay ya grandes decisiones, sólo decisiones sin más; no hay ya gran perturbación, sólo fastidio o disfrute tranquilos. El ánimo se ha visto obligado a cargar con el peso de la nihilidad y a sostenerlo a costa de sus propias fuerzas; ahora, permanece con esa nihilidad y la lleva consigo sin pretender nada de ella, ni de sí mismo. Se ha dejado corroer por la derrota en una lucha contra lo ineluctable que ya le era insostenible. Se ha cansado de intentar sostener algo (incluso su propia determinación del bien y del mal) sobre la base de la nada.
Ya no hay más, ya nada se espera, ya no se teme nada. La vida contemporánea lo permite, pues no amenaza la supervivencia aún para quienes viven en la apatía: no hay ninguna experiencia límite en su dolor o en su amenaza que remueva la excitación motivacional. El paso del tiempo consiste en su propio paso como si vivir fuera contemplar. Obligado a ser por la mera entidad, pero sin el afán de hacer [de actuarse] ni de encontrar ya nada, ni con el temor de perderlo. Después de todo —se supone— la muerte no es algo deseable.
La resignación es, al fin, la aceptación de la gran derrota que, a pesar de mi entidad y de su disposición a ser, es la existencia.