3.5
La violencia va más allá del egoísmo; quiere al otro, pero para desgarrarlo: no se detiene en la desconsideración; contrariamente, sí lo considera, pero para penetrarlo y afectarlo en su entidad.
La pretensión de la violación entitativa [de remontar la distancia entitativa para enseñorearse desde sí del otro] es irrealizable; pero precisamente por eso el encarnizamiento y el afán incalmable por conseguir afectar lo que sujeta al otro es mayor: porque queda siempre insatisfecho fácticamente.
En sentido estricto, casi cualquier movimiento de lo otro que me apele es violento, por cuanto que siempre, al provocar una respuesta de mi entidad, afectan de algún modo lo que me sujeta, y mi estancia en la existencia. Todo lo que pretenda internar su pensamiento en el mío, cualquier sensación modifica mi estado subjetivo está ya trasgrediendo lo que Soy, no respetando la manera en la que me doy, sino manifestándome lo suyo. Pero en este apartado no se pretende hablar de la violencia en ese término tan amplio, sino de la violencia malevolente [que tiene una volición de hacer mal], que pretende ingresar a lo de otro para conseguir su mal-estancia; de la violencia desconsiderada, que pretende el regocijo de lo Mío a despecho de trasgredir lo que el otro es y hacerle mal; y, en general, de la violencia grave, la que pretende una modificación radical de las determinaciones motivacionales del otro [la que pretende —con buena o con mala voluntad— cambiar la judicatura, los conceptos de bienestar y de malestar, las convicciones veritativas, etcétera].
La violencia grave pretende transformar lo que el otro es en busca de que sea lo que yo quiero que sea; y, principalmente, lo hace de dos maneras. Puede hacerlo conceptivamente, tratando de modificar las consideraciones motivacionales del otro: pretende entrar en su entidad y hacerlo que deseche la historia de lo que ha sido, sus instancias entitativas y que se someta a las instancias que se le dicten ahora o en un futuro. Pero también puede darse de manera física: cuando el cuerpo que el otro es, es el que recibe la violencia brutalmente en el contacto que lo penetra, que abre las fronteras dérmicas que separan lo intensivo de lo extensivo; o que simplemente pretende afectar gravemente su estancia existencial, causarle dolor, angustia, sufrimiento, pero también placer, regocijo, gozo.
De cualquier modo consiste en tratar de provocar en el otro un cambio entitativo, afectándolo —físicamente— en su estancia actual o —conceptivamente— en su determinación motivacional. Es decir, que lo que el otro es se pretende que más no lo sea, que lo que entitativamente lo determina deje de hacerlo por la acción mía, por lo que concibo en mi existencia que debe cambiar del otro: Es pretender erigirme en el agente de lo que sujeta al otro, ser yo el que determine sus determinaciones sensitivas: tratar de hacer alegre o de hacer triste a alguien, tratar de que se sienta [de que su existencia se le dé] de tal o cual modo es tratar de violentar su autonomía relativa para convertirme en el dictador de [en el que le dicte] lo que debe manarle de su entidad a su existencia. Intento irremisiblemente fallido de hecho (pues nunca sucederá que mi voluntad sea la que, en su acaecer mismo, dicte la voluntad del otro) pero que puede intentase por la mediación de lo del mundo inter-objetivo, presentando en él algo que pueda reproducirle las condiciones que lo determinen a sujetarse como es mi voluntad que lo haga.
Hay la violencia de los que predican su verdad. Hay los que proclaman que el hombre es, por su naturaleza, miserable y digno de oprobio, y también los que predican que es la mayor perfección. Todo el que pretende corregir al otro pretende violarlo porque no respeta la autonomía de lo desde sí, porque siempre pretenderá que se dé cuenta él de lo que Yo doy cuenta; no se sacraliza la estancia del otro como intocable, se quiere llegar a ella y descubrirle lo que él no ha descubierto, advertirle lo que no ha advertido, imponerle lo que él no se ha impuesto. Hay los que juzgan al otro y expresan a lo real las palaras que le objeten y le ofendan, y le hacen sentir vergüenza de lo que es: le imponen la consideración suya y lo hacen padecerla, le internan un sentido que él no supone o no quiere suponer a su propia concepción. Hay, desde luego, la violencia de todo padre que educa a su hijo y le muestra lo que debe y lo que no —violencia ésta, quizás la más amorosa—, pero que no deja de pretender hacer del otro lo que yo quiero del otro, dejar de lado lo que le nace de sí en pos de algo que le es mejor, que le permita de ahora en más determinarse con condiciones mejores, pero tal mejoría se juzga sólo desde el que autoriza o niega lo que es permitido y lo que no; se pretende, aunque siempre se ha de esperar que la motivación del niño sea la que determine finalmente —coaccionada o no— qué es lo que será. Desde luego que no faltan quienes reciben muy bien a todos estos y quieren que se les determine desde un más allá de sí, que esperan una guía que les indique, mecánicamente si es posible, qué es lo que actuar; y tal vez éstos son los más, los que no les importa qué se les indique que hagan y que sean, con tal de que funcione y los lleve a conseguir la seguridad de la vida y la estimación de los que andan igual, conformes con lo que se les diga; hay quienes quieren escapar de la propia responsabilidad [responsividad] de ser… pero eso ya no es el tema.
Esta falta de respeto a la autonomía del otro, entonces, no está siempre en busca de su malestar; también puede tratarse de una violencia placiente para el violentado, puede ser una manera de conseguir lo bueno para él, de encontrarlo con lo que le procure una mejor estancia. Hay felicidades y gozos que es imposible que consigan quedándose en esa su autonomía: hay sentimientos placenteros que sólo se consiguen con la participación del otro, hay necesidades existenciales que sólo el concurso de otro puede saciar, y a veces ni de otro cualquiera, sino de uno específico: del que se ama, del que se odia, de aquél con el que se tiene una deuda. Sin dejar de ser violencia, ésta resulta en beneficio del violentado. Hay veces en las que mi bienestar pasa por la pretensión de abrir lo que Soy para dejar que el otro se instale en lo de Mí para que con su entidad llene la mía, en las que se busca que entre en lo que Soy y que me someta a la voluntad suya, sobre todo si ésta es la de mi bienestar. El gozo que significa que haya un otro dispuesto a mi bienestar es también una extensión de mi entidad: tener quien, violando lo que Soy, me haga feliz es aumentarme; es alguien más —aparte de mí— que con su potencia me procura. Mas esto {la violación} no puede darse nunca cabalmente, nunca ocurrirá así; sólo quedará la pretensión.
Pero no se puede dejar de lado otras formas de violencia que no se definen por su resultado en el otro violentado, sino por lo que el violento pretende con su acto.
La violencia desconsiderada pretende encontrar la satisfacción de lo que Soy sin que importe que para ello la entidad ajena sufra, se duela o padezca el terror y la desesperación que deba padecer.
Todo consumo de lo animado es una violencia, pero sólo ello; lo inanimado no puede ser —en términos entitativos— violado, sino sólo destruido, pues lo animado tiene en la sensitividad su manifestación entitativa, y entonces es posible alcanzar —por la sensación— a su entidad y encontrarla en sus determinaciones sensitivas. Al violento desconsiderado no le importa lo que le suceda al otro con tal de conseguir la satisfacción de su motivación, de saciarse y de sofocar el clamor imperioso de la consecución de lo placentero, de lo agradable.
Cualquier consideración de la satisfacción del alivio lo que a ahora le molesta le significará mucho más que todo el sufrimiento que pueda causar al otro; pero hasta aquí se trata sólo de una desconsideración egoísta. Para que esta desconsideración se torne violenta, el motivo de su satisfacción debe ser una modificación —física o conceptiva— del otro; debe buscar que el otro haga o que el otro quiera lo que él quiera que haga o lo que él quiera que quiera. Puede querer sentir la satisfacción de golpear a alguien para considerar su potencia, puede querer satisfacer su impulso sexual, puede querer que el otro le diga algo, que se comporte de tal manera con él, puede querer que le diga que es el mejor, que lo ama o que lo hace feliz. Se trata de buscar mi saciedad en lo que el otro es, sin consideración de la situación que al otro le resulte por ello; pero, al fin, conseguir lo que a mí me llene a pesar del otro.
No es, pues, esta violencia sólo realizarme, imponer el movimiento que nace desde lo que Soy en lo real, sino que esa realidad debe ser la de un ente animado: se debe pretender llegar a su entidad para encontrar la satisfacción del dominio o de la veneración o de la sensitividad o cualquiera otra en ella. Pero esto implica la desintegración de la resistencia de la entidad ajena para internar en ella la determinación que me place a Mí, al que viola lo que el otro es, y que le causa dolor y sufrimiento, que le hace traicionarse para que el violento desconsiderado se sienta bien, aliviado o gozoso.
La violencia malevolente pretende penetrar la entidad del otro en busca de su malestar, de su sufrimiento, de su desmedro y abatimiento. El violento malevolente no deja de tomar en cuenta el estado de quien es violentado (no se trata de una desconsideración ni de una indolencia por su estado vivencial); va más allá: pretende llegar hasta su entidad para destruirla, para desvanecerla, para inundar su existencia de dolor, para disminuir su potencia, para hacerlo actuar lo que lo contraria entitativamente. Es decir, que pretende negarle lo de sí, arrebatarle la posibilidad de realizar lo que exige su entidad. La satisfacción del violento malevolente no la consigue por el otro a pesar del otro, sino por el otro y en el otro: en su sufrimiento, en su dolor, en su súplica, en el calmado disfrute de su poder al que el otro debe todo lo malo que le sucede.
No se trata de matarlo, de quitarlo de la vida: asesinar a alguien no es hacerle mal al asesinado, pues para éste simplemente será el desvanecimiento, la aniquilación y no más, no hay mayor consecuencia para el que ahora yace sin sensación. Las consecuencias de un asesinato están en el mundo, en los que lo esperaban, en los que lo extrañarán y en los que lo necesitaban: es un mal para los deudos, no para quien muere. Hacerle mal a alguien es provocarle una estancia mala, inundada de dolor, un ánimo de sufrimiento (hacerlo pensar en su muerte y en el mal que significará para sus deudos puede provocarlo, o amagarlo con quitarle la vida para que se manifieste el terror instintivo a la muerte). La pretensión es la de aniquilar todas la pretensiones de su motivación, de negarle todo lo que requiera para su alivio y —más todavía— hacerle requerirlo imperiosamente, disminuirlo, hacerlo necesitar de mucho y apartarlo de la posibilidad de que lo tenga: acabar con la calma del ánimo y convertir en un infierno su estancia.
Lo que busca el violento malevolente es el mal-estar del otro, es alcanzar su entidad y sus determinaciones motivacionales para que sufra y que se vea desmedrado y enjuto. Busca alcanzarlo para desgarrarlo y destruir la entidad y convertirlo en piltrafa de su ser. Más allá de no considerar su dolor en la satisfacción de su motivación, la satisfacción misma consiste en ese dolor, que se busca como el placer propio.