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La filosofía, que se manifiesta en primera instancia como un modo de pensar, nace de un modo de sentir: del sentimiento de la insoportabilidad del engaño y del compromiso con lo que se es para encontrar la mejor manera del actuar. Al final, la vida es lo que se nos presenta como un enigma y hay que encontrarle las razones que tenga y decidir qué hacer respecto a las que no tenga. Toda tesis filosófica ha nacido así, y si ha sido de otra forma —creo— debería reconsiderase esa nominación.

Es verdad que para poder practicar la filosofía se necesita de una capacidad de recibir lo que el mundo y lo que nuestra propia existencia nos muestran, pero eso no basta: hay bastantes, bastante inteligentes que no practican la filosofía, por más que se les invite. Mucho más importante que la inteligencia —que, repito, es necesaria— es la repulsión a regir la vida propia a partir de la incorrección y del engaño y el valor de enfrentarse a la verdad, por dolorosa que sea, porque nunca —para el ánimo filosófico— lo será más que saberse determinado por la cómoda falsedad. El interés por la propia existencia es tanto que no se puede permitir que la acción en la que realizo lo que soy se base, de manera cobarde, en la comodidad de la opinión y de la utilidad inmediata. Es esto, en el fondo, lo que diferencia a un filósofo —o a un ánimo filosófico— de cualquiera otra persona (que vive y muere sin que el sentido de su ser le sea imperioso) y no algún privilegio de su inteligencia o de su genio que le haya colocado infaustamente sobre el entendimiento promedio para hacerle saber, casi por revelación, las verdades de la condición humana; esas verdades que halla el que filosofa son el resultado del empeño del propio ser en su búsqueda y de la gran consideración de la importancia de su vida y de su muerte.

Todos los filósofos se han enfrentado a la misma realidad ontológica, a los mismos principios vitales, y de eso han escrito y les han hablado así a los de su propio tiempo. En el fondo, lo que todos los filósofos —todos: aquellos que escribieron y cuyas obras nos han llegado, los que escribieron y sus obras se perdieron en el azaroso paso de la historia, los que no escribieron e incluso los que callaron— han descrito esta misma realidad, en que todos vivimos. No hay ningún motivo real para pensar que están hablando de cosas distintas; todos ellos han encontrado la verdad desde su sitio y todos ellos, en el fondo, han expresado lo mismo. No es, desde luego, que hayan dicho con exactitud las mismas cosas, ni desarrollado los mismos conceptos; el asunto es que con sus palabras y sus recursos conceptuales han hablado de y descrito al mismo mundo que nosotros (y así mismo cualquier persona, filósofa o no) tenemos enfrente, alrededor, encarnado en la propia entidad; la parte de este mundo de la que hable y la manera en la que lo haga son ya muy particulares, pero el hecho es que lo que dice lo hace en atención de la vida, la realidad y la existencia éstas. Quien piense otra cosa, lo hace porque no puede leer en las palabras del otro el significado para sí mismo de lo que está escrito; no porque se usen distintas palabras, distinto discurso e incluso directamente se pretenda contradecir a alguno se le está contradiciendo. Quien dice de alguien que habla con falsedad lo hace porque no lo ha comprendido; en efecto, es imposible para cualquiera concebir en sí mismo términos contradictorios, sin sentir la náusea del absurdo. No se dice que no haya falsedad en mi concepción de lo que él dice: donde la falsedad es imposible es en lo que él mismo dice según lo dice. Siempre que se lea con honestidad un texto filosófico escrito con honestidad no puede menos que reconocerse en las palabras que se leen a la misma realidad que yo —desde otros parámetros y con diferente enfoque y perspectiva— también intento describir, si bien es posible que se hallen algunas conclusiones inaceptables partiendo de lo mismo.

Cada uno de los filósofos —los así llamados “grandes” y a los otros que se les niega tal nominación— habla desde su tiempo y a sus contemporáneos; pero no son los conceptos aprendidos en su lectura —ni en ninguna otra circunstancia— los que nos permiten una mayor agudeza teórica: nunca jamás ningún concepto tal reflejará una intuición filosófica, por la sencilla razón de que nunca jamás la masa filosofará (porque la filosofía, como la moral, se encarna en un compromiso para con migo mismo). Habrá, pues, palabras que se escuchen, pero no conceptos que se comprendan; para poder comprenderlos, hace falta que se conciban desde sí (esto es, desde ), que nazcan en el pecho del que los comprende y sólo así tendrán cabal sentido. Cuando eso sea, se podrá comprender que, muy a pesar de las palabras, lo que dicen Platón y Spinoza, Kant y Nietzsche, Séneca y Sartre no son sino descripciones de diversos aspectos de lo mismo y, con frecuencia, incluso del mismo aspecto, aunque hablado de manera diferente y con recursos conceptuales diversos, pero diciendo de la vida lo mismo, aunque —eso sí— con un juicio muy diverso al respecto.

No cabe, así, la pretensión de innovación en la filosofía, pues nihil sub sole novum. En el fondo, cada filósofo ha dispuesto su propia manera de decir para hablar de lo mismo. Cada corrección que se haga a un sistema filosófico anterior no es sino una manera de interpretar lo que el otro dijo, después de haber determinado sus palabras con el sentido que tienen las mías (y no puede ser de otro modo). Cada cosa que se diga bien puede considerarse como una paráfrasis de algo que alguien más haya dicho antes: eso no es lo importante. El filósofo no responde a otros filósofos, las respuestas que encuentra lo son de interrogantes que le nacen de su propia necesidad, y las referencias a otras concepciones del mundo lo son porque se tiene que aclarar lo mejor posible de lo que se está hablando, o incluso porque para poder iniciar el discurso hacia los demás haya menester establecer una base que debe ser delimitada por la referencia a lo que se tiene por paradigma.

Quien haya desarrollado su concepción filosófica a partir de o como respuesta a lo que alguien más haya dicho no puede considerarse filósofo, porque no fue su filia con lo verdadero lo que lo ha llevado a tal concepción, sino una motivación ante lo que le llegó del mundo; no se trata de una necesidad vital, sino de un juego dialéctico.