2010, sep. 20

Todo lo que nos place y conforta viene, se va; regresa a veces, pero luego se va otra vez y, así, alguna vez no regresa ya jamás

Siempre gustó de tomar los dulces recién hechos de la alacena de su abuela, «¿cómo hará la abuela, que siempre tiene tiempo y siempre tiene ganas de ser feliz?» Una pregunta que jamás halló respuesta, pues cuando fue posible que se contestara, el interés se había ido y con él se llevó el recuerdo mismo de la felicidad de la abuela —una especie de felicidad que a la abuela competía y a nadie más, ni aún al abuelo y a sus ansias de regresar a los tiempos en los que nada importaba que no fuera estar contento, en los que la refulgencia de la mismidad repelía la desgracia y el llanto de quien no estuviera más próximo de cincuenta metros— oh, qué dicha, oh qué autosuficiencia que el sólo mentar las golosinas, el sólo revivir el toque descompuesto de los muebles, el olor a campo en otoño y a perfume en el cuello de una dama por la noche eran suficientes para que la excitación lo atacara y la sonrisa llegar sin demora. Consuelo de las golpizas y de las malquerencias, nunca más volverás a consolarlo, nunca más tendrá un consuelo tan completo: demasiados pensamientos, demasiado enredo, demasiadas las formas a las que se debe y los infieles lazos con el mundo crudo en su realidad, distante de toda querencia.

Alguna vez tuvo un amigo leal y siempre dispuesto —a veces muy dispuesto— a hacerle compañía. Se llamaba Chicho, un cuche que le daba el poco tiempo de su vida en las tardes de calor soporífero en el terral ocre y casi árido en el que todos los días pasaba y dejaba las huellas de su vida, que la tierra, una y mil veces habría de despreciar. Chicho era feliz de estar con él y le profesaba lealtad no conocida, ni vuelta jamás a conocer; el escaso conocimiento que de sí mismo tenía no le permitió oponer las desventuras propias de su condición ni su inexistente ansia de remediarlas contra los momentos de felicidad que el entonces niño le prodigara con las caricias y las palabras entonadas cual melodía y, sobre todo, con las miradas que acompañaban al habla: miradas a los ojos, escaparate de reconocimiento; “yo soy más allá de mí” parecía sentir el puerco.

Y vaya que sentía y gemía y lloraba de felicidad al regreso del niño de la escuela; y el niño lo miraba desdeñoso entraba a su casa a comer frijoles con chile y queso, salía de la casucha, merodeaba jugando con latas de sardinas como automóviles y botellas vidrio como barcos… y a luego regresaba con su amigo, luego de ir a limpiar a las gallinas, luego de ir a sembrar lo que en la mañana no se pudo ya, luego también de dar la vuelta y de encontrarse con la niña, con el niño, con la risa fugaz y desgraciada que en la infancia tan bien puede hacernos —no a todos, desde luego— clarear los ojos con los cristalinos caprichos de la humedad lacrimosa. Ya luego sus pies descalzos se dirigían al sendero bien aprendido por él y por la tierra misma que de alguna manera, quizás, compensaba todas la otras huella que le negaba a dejar en ella por más de unos pocos minutos. Y lo encontraba, se encontraban, se veían y se decían de muchas maneras muchas cosas, hasta que el ocre de la tierra se confundía con el ocaso que al nivel del mar (aunque muy lejos de él) parece que dura más tiempo que el amanecer, aunque menos que la noche oscura, donde otra vez la soledad golpeaba a Chicho, que descansaba siempre viendo hacia la tenue luz que de las velas manaba y que lo alcanzaban por las rendijas de la junturas imperfectas que eran pared de la casa, muy casa como para permitirle estar en ella... muy casa, hasta el doce de diciembre.

Dejados de lado todos los momentos grandiosos, el calorcito del corazón, las cosquillitas en la pansa, las miradas – esas miradas que de por vida bien-mal-dicen todos los tiempos. El niño peleó, pataleó, insultó… y al fin corrió hasta la huerta que los ricos tenían cerca de su casa, se trepó a un árbol y lloró, mientras desde su casa se escullaba el chillido de dolor más clamoroso de lo que se hubiera imaginado; Chicho, correteado hasta que se le dio alcance, jalado de las patas mientras sabe lo que le ha de acontecer, poniendo todas sus fuerzas en una huida que sólo lo agota, que es imposible, dejando toda la energía que habita aún en su cuerpo escaparse por conseguir un centímetro más allá del peligro, un centímetro que no sabe que será fácilmente remontado viendo la nada, la muerte en los ojos de los que felices bebían y hablaban entre ellos sin la mirada del reconocimiento. Chicho buscaba los ojos, los necesitaba; no había ya más en su mundo que el pavor, la desgracia y los chillidos clamorosos, la invocación de los momentos de brillo en los ojos de felicidad, donde no importaba nada lo del mundo porque lo de la pansa era bonito.

Y el niño siguió sobre la rama de su árbol, sabiendo de la irrecuperable felicidad, mientras Chicho, aún llamándolo era colgado boca abajo y su cuello cortado para que lentamente se desangrara mientras lo que alguna vez llenó de vida todo el cuerpo, lo que le dio el calor para sentir el bien —¡Sí, señores, el bien del mundo!— era recogido en una cubeta… y los chillidos cesaron y la respiración fue cada vez más ínfima y el calor cada vez menos, los ojos más opacos y la llamada más perdida y la lengua más salida y la vida menos vida.

El niño, pues, pasada la indulgencia fue bajado de su árbol a golpes y sentado en un tronco alrededor del caso y se le dijo “vas a comer hijo de la chingada” y fue humillado, vilipendiado y golpeado hasta que mordió un trozo aderezado por las lágrimas y el dolor. Luego, fue corrido de ahí y no se le permitió comer cualquier cosa sino hasta dos días después de la muerte de Chicho, quien fue su amigo, en quien sólo conoció la lealtad y el cariño, y de ahí en más todos fueron demasiado gentes para dejarse amar o para poder amarse.