2008, may. 29

Muertos, todos son iguales

Así estaba su rostro, sólo estando. Ni un gesto, ningún signo; ni tristeza, ni alegría, ni indiferencia, ni lujuria, ni rabia, ni ilusión, ni serenidad: como el de todos los muertos.

Aunque todavía no se notaba la putrefacción que lo constituía ya por entero. Gusanos que sólo comen carne muerta, y sólo carne muerta, y ninguna otra cosa sino carne, pero sólo si está muerta, si no ha muerto, no la comen, pues sólo comen carne muerta.

Envalentonados por la caída de las defensas, miles de microorganismos apoyan el asedio, y ahí donde antes corrió sangre, ahí asaltan; ahí donde antes hubo un orgasmo, ahí devoran; ahí donde Alexei Karamázov vino a existir, ahí suplantan; ahí donde la Maja, ahí donde Schopenhauer, ahí donde el frío, ahí donde unas manos tersas y blancas acariciaron amorosamente a un hombre al que darle desprecio era darle demasiado, ahí, ahí, ahí se postran parásitos y se cagan moscas, porque se fue un alma de un montón tejidos amontonados y ya sin calor.

Son las restituciones de la naturaleza. Hay quien no quiere ver que la tierra también tiene hambre, y que la incesante guerra entre ella y los globulitos anónimos siempre acaba por perderse.

Así estaba su rostro, con el cabello largo y sucio cubriendo lo que podía. Así estaban los rostros de sus compañeros, sólo estando. Los brillos y los calores ausentes como su bandera de rendición, se dejaban abordar por hambres microscópicas e indiferentes a los grandes cuerpos, así como nosotros estamos indiferentes a su vidita pequeña, corta, y, como ahora se muestra, abrazadora.

Las manos enlazadas, los puentes dérmicos confundiéndose pacientemente, eliminando al fin las barreras de las otredades. En la muerte somos la misma pudrición, el mismo ente entre nosotros, el mismo ente con la mugre.

Aunque no cerraba sus ojos, no desafiaba a nadie. Ya no más. Sólo estando: así estaba su rostro. Y rodeado su cuerpo por personas festivas y sonrientes, desfilando ordenadamente enfrente suyo, viendo su cuerpo tomado de la mano del cuerpo de Teresa, la que fue su perdición. Ambos con agujeros en las tripas, ambos desnudos en el piso del caserón al que el viejo llevaba a todas sus conquistas; pero esta vez escogió mal. Ni modo, ya le tocaba su hora.

Y cerca de sus pies, los matones de siempre, hoy también abriendo sus órganos al festín bacteriano. Y la pobre Teresita, que no pudo zafarse del apretón desesperado del que iba ser su verdugo y que alcanzó a ver —lo último— a su padre con su honda, ésa que era para los conejos, los tlacuaches o las ratas… alcanzó a verlo soltando la pedrada fatal.

—Así estás mejor, mija. Así te recibirá dios: como una santa.

Y después, no sabiendo qué hacer, todos marchan a la sierra. Por defender la pureza virgen de una niña: la niña de Martín. Ahí ellos estarán, acumulando deudas con la tierra que, paciente, esperará a que se abran sus tejidos y se apaguen sus ojos. Al fin, muertos, todos son iguales.