1.14

Hay un caso particular en la manifestación de la verdad: el discurso. En el discurso que se pretende verdadero, lo que objeta al Yo quiere encontrar en sí mismo su verdad o su falsedad; pero estas cualidades pertenecen sólo al sentido de un objeto, no al objeto mismo. Sucede que el discurso tal pretende ser, en sí mismo, un sentido que objeta, más que un objeto con sentido. Aquí el movimiento verificativo tendría dos momentos: el primero es el mismo que con todos los objetos no discursivos: concebir el sentido del lo objetante sensitivo. Es decir que, a partir del entendimiento y de la sapiencia [de la historia] del Yo, se le encuentra {a lo que objeta como sonido} un sentido y se concibe este sentido exactamente del mismo modo que el del resto de lo sensitivo.

Se trata de un primer momento veritativo porque que el sentido del discurso —que se manifiesta sensitivamente como sonido— es concebido completamente desde Mí y desde mi historia. Todo lo que me llega de los entes ajenos es la objetividad sonora, pero ésta —como todo lo sensible— no tiene sentido en sí, sino que el sentido lo es sólo en la consciencia, y para eso tiene que concebirse desde el que escucha (de otro modo —si el discurso tuviera sentido en sí mismo— cualquier palabra de cualquier idioma se entendería sin necesidad de aprenderlo [de instituirlo en la historia del Yo]). La diferencia es que el discurso que se pretende verdadero no se significa a sí mismo como la objeción que es, sino a un sentido que conviene a los existentes que no son él, a cosas distintas del sonido. La objetividad sonora de las palabras sólo importa en el momento en el que se descifra el sentido del discurso. Es ésta la primera instancia de concepción, y es entonces que hay cabida para el equívoco: el sentido que se conciba ante la objeción del sonido de las palabras no tiene que corresponder al sentido que concibió quien emita las palabras que se escuchen; pero esto es lo mismo que sucede con cualquier concepción objetiva.

La segunda instancia veritativa viene en el momento en el que se concibe el discurso que se escucha y que, como discurso, es en sí mismo sentido, lo que significa que se refiere a algo que difiere de sí, que es la suposición que debería acompañar a un existente, pero sin la manifestación del existente. En el discurso acontece la inversión de la efectividad de lo objetante: no es un objeto al que se le sub-pone un sentido, sino que es un sentido al que se le super-pone un objeto. Aquí la verificación es distinta; no se trata de la efectividad de la actualidad de un objeto, objetos o situación dada, sino del efectivamente darse de un objeto, objetos o situaciones; es decir que no se tiene una objeción de la que se espere que efectivamente se manifieste de tal o cual manera, sino que se tiene un sentido que espera por encontrar la objeción en la que se encuentre él efectivamente. Por supuesto que puede haber un discurso que hable con pretensión de verdad sobre un objeto dado ahora, como cuando se dice que “este gato es negro”; pero el sentido del discurso (que es el discurso mismo) no implica el estar ahí del gato, uno puede escuchar de espaldas esa afirmación y concebir su sentido y aún así tendría que voltear y verificar la existencia del gato.

Todo lo discursivo tiene, por lo tanto, una verificación pendiente. La dimensión discursiva implica un nuevo ámbito de la falsedad: la mentira. Con la palabra [con el pensamiento] es posible mentir, engañar no sólo a los otros, o los otros a mí, también yo a mí mismo. Hay casos en los que la verificación y el discurso son simultáneos (como cuando alguien dice “este gato es negro” al momento de ver al gato), en este caso se trataría de manifestar discursivamente la concepción que se vive de lo efectivamente existente, pero aquí el equívoco verificativo consistiría en la concreción lingüística de lo conceptual [en la designación de lo que se concibe]; es decir, yo puedo concebir un gato negro y decir, por equívoco, que es blanco; yo puedo decir “tengo miedo” cuando estoy angustiado, puedo decir “me duele el estómago” cuando en realidad es el intestino, pero aquí la falsedad estaría en la designación discursiva de lo concebido, no en la concepción misma que se quiere ex-presar. La mentira sería la no correspondencia efectiva [el que no refieran a la misma efectividad en el mundo] entre el sentido de lo que se concibe en la existencia y el sentido de lo que se dice y que es, más bien, el sentido de lo que se escucha. La designación de lo conceptual-existente con un concepto-palabra siempre será, en mayor o menor medida, equívoca, puesto que las concepciones son nuevas en cada ocurrencia, mientras que las palabras —y es esa su gran maravilla— son siempre las mismas y, también, porque las concepciones se agotan en su ocurrencia en la existencia en que se fundan, mientras que las palabras se encuentran en el mundo y apelan a cada cual de acuerdo con su propias instancias. La falsedad de los discursos referidos a lo que actualmente me ocurre es la mentira, y proviene siempre de un equívoco en la designación discursiva de los conceptos de lo existente. Por supuesto que tal equívoco puede darse a propósito, pero esto no es —me parece— mayoritario, sino que la mentira es involuntaria las más de las veces, porque el equívoco tal {en la designación} proviene de la insuficiencia de cualquier sistema lingüístico que ineludiblemente ha de ser finito. Mas, ¿qué se ganaría con un lenguaje de signos infinitos?

La verdad no radica nunca en un discurso, sino siempre en la posibilidad de que el sentido de lo que hay y de lo que acontece en el mundo (que es lo que yo concibo) se cumpla [se verifique]. Ni la concepción sub-puesta ni la verdad que se restituye en lo que objeta necesita de su entendimiento, ni mucho menos de que sea o pueda ser dicha. La estructura de la manifestación veritativa es tal que no depende de su enunciación; lo verdadero lo es en mí como entendimiento o como sapiencia, como aprendido (en la interrelación de conceptos) o como incorporado (en el movimiento del cuerpo), pero su carácter de entendido no es necesario para que su verificación acontezca. El concepto de un objeto [lo que se concibe de un objeto] no tiene por qué poder ex-presarse lingüísticamente, ni lo que puede ex-presarse lingüísticamente tiene por qué concebirse con el objeto del que se pretende hablar. Es la verificación lo que cuenta en el momento en el que se refuerza o se debilita el concepto del objeto; la verificación del sentido de lo que se dice sólo la hace un tercero, para quien el sentido que nace de la concepción de la palabra como objeción sonora es el sentido original1. Pero para el Yo que concibe lo que dice, la verificación es del concepto. En este sentido, el saber no tiene por qué entenderse, ni el entendimiento tiene por qué saberse. La comprensión es el ayuntamiento de ambos, es un saber que se entiende, pero no es lo más corriente el comprender las cosas, sino el simplemente entenderlas o el simplemente saberlas.

La sapiencia (que es incorporada) no es, desde sí, dable a la verificación ni a la falsación porque opera inconscientemente; sólo cuando se manifieste como concepción en la existencia puede determinarse falsa por el fracaso del movimiento que parte de lo concebido o verificarse en el momento en el que se realiza con éxito2. El entendimiento es siempre susceptible de cualificarse veritativamente, porque se refiere a la relación de conceptos, con lo que éstos deben permanecer atendidos por la consciencia, si es que el entendimiento está operando al respecto. Cuando un discurso que se entiende objeta (un discurso que no se entienda debe permanecer indiferente), la decisión sobre su verdad es inmediata, no se puede posponer hasta la verificación del sentido discursivo, sino que la misma apelación de ese sentido a mi Yo provoca —como todo lo que lo apela— un juicio. Si se trata de algo que solamente se refiere a lo que entiendo, tal decisión depende de que mantenga la atención en mi entendimiento del tema y que lo compare con el entendimiento del sentido del discurso que me objeta, o de la sola atención del discurso, cuando éste no sigue las relaciones lógico-conceptuales que yo entiendo (y que también puedo saber, es decir, comprender). Cuando el sentido del discurso, en cambio, objeta algo que yo , la reacción es más instintiva. La objeción de un discurso que manifieste un sentido que se entienda y que choque con la sapiencia que tenemos del tema se manifiesta como falso cuando, al apelar a lo que Soy, se juzga como molesto.

El juicio de verdad o de falsedad sobre un discurso es, en primer lugar, estético; cuando escucho algo cuya ratio choca con la que yo he incorporado o con la que he aprendido —siempre que la atienda— hay una juicio de molestia ante el discurso que se siente que es falso y, derivado de eso, se me manifiesta (si es que llega a suceder, pues a veces permanece obscura) la ratio que yo había descubierto y que se opone a lo que se me dice. Si no existiera esta molestia jamás se buscaría ninguna razón de la falsedad de lo que se escucha, porque no habría motivación en el Yo para la ejecución de tal movimiento. Pero, más allá del juicio falso, se puede llegar a un grado en el que la falsedad es tan manifiesta, tan burda y tan desagradable que se convierte en un absurdo; lo absurdo es no ya desagradable, sino repulsivo3. Así como la falsedad es un juicio de molestia sobre un sentido que se manifiesta a la consciencia, el absurdo es una actitud de repulsión ante lo que es grotescamente equivocado. Lo absurdo no sólo provoca su rechazo, sino que el intento de su concepción siempre provocará una actitud repulsiva que aborrece completamente su posibilidad, que la pone completamente fuera de la existencia, así sea en teoría. Esto implica que es imposible que alguien tenga una concepción que contenga términos, razones, comienzos o causas contradictorias. No se trata de que no pueda haber dos concepciones del mismo objeto que apelan a saberes o a ámbitos diversos y que se contrasten entre sí (esta es, de hecho, la característica propia del pensamiento), e incluso estas concepciones contrastantes pueden ser contradictorias (para ello tendrían que fundarse en diversas razones), pero lo que no se admite es que en una misma concepción se manifiesten razones antitéticas para lo que es. Es en este momento, en el que se quiere congeniar dos sentidos que son exclusivos, cuando tal intento provoca una repulsión que hace imposible que cada uno pueda pensar en términos contrapuestos. De tal manera que, en la lógica interna de cada concepción, no hay cabida para la simultánea y mutua exclusión, sobre todo cuando se refiere a algo que se sabe, porque el juicio de lo que se corresponde con lo que se ha verificado (y tal verificación se ha incorporado) permite o no admitir intuitivamente el sentido que objeta en un discurso; es decir que es imposible que alguien que habla de lo que sabe establezca en su propia manifestación de su juicio conceptos contradictorios, pues la molestia de la falsedad no lo permitiría, a menos que su inteligencia [entendimiento] y su ingenio fueran tan limitados que no pudieran invocar las razones que se lo oponen a un concepción que contradice lo que sabe ante su advenimiento; esto es, que no reconociera en la referencia del discurso que escucha la misma objeción sobre la que sabe. Pero si se supone que se está tratando con un pensamiento estructurado conceptual-lingüísticamente y se halla una contradicción, entonces no hay más que intentar encontrar las concepciones que permitieron que dos palabras o expresiones que a nosotros nos parecen incompatibles no lo sean; es decir que quepa todo en el mismo mundo, pues cabe esperar que no se entendían tales términos de la misma manera.

El rechazo de la falsedad por medio del juicio de molestia es una referencia a partir de la cual se debe comprender lo que sucede en la busca de la verdad. Una su-posición a posteriori (producto del ingenio) es en su misma postura delimitada por lo instituido en lo que Soy, de tal manera que choca con lo que se sabe y lo que se entiende del mundo. Es por eso que no muy se puede concebir algo que se oponga a la tradición de lo que he sido, a menos que el ingenio sea tal que me permita la concepción de razones ajenas, ya aquéllas desde las que se concibe el discurso de la persona que me habla, ya aquéllas que me imagino posiblemente mías; capacidad que —como todas— se va atrofiado cuanto menos es utilizada.

El sentido de las proposiciones lingüísticas, entonces, también apela al Yo que soy en su entidad. La concepción en mí de un objeto que se pretende como un sentido en sí mismo provoca a la entidad que Soy para que se manifieste desde su motivación. El que el enfrentamiento con la falsedad provoque molestia implica, sí, que la sapiencia sea tal que pueda encontrarse algo que choque con el sentido que significa lo que se escucha, pero principalmente que la estancia en lo verdadero sea una motivación del ente que se enfrenta al sentido del discurso falso. El rechazo de la mentira puede llegar a ser, para algunos entes humanos, una condición existencial; esto es, una actitud constante, casi permanente. Vivir en la verdad es vivir en la seguridad: es habitar. La manifestación de la falsedad amenaza la habitación de quien así puede verlo. El engaño es una amenaza porque nos vuelve indefensos ante el inmenso poder de la realidad y nos obliga a vivir en un mundo inhóspito, en el que no se entiende ni se puede entender lo que está pasando y en el que —podría decirse así, aunque con reservas— no sólo somos sujetos de lo aquende [de la propia entidad] en que se funda la existencia, sino también somos sujetos de la arbitrariedad de lo allende. El conocimiento de lo que es, el descubrimiento de su efectividad y la conservación de tal descubrimiento con nosotros es lo que concibe al mundo como mundo en cada instante, y lo hace habitable.

De la falsedad nace la verdad como una corrección de lo que ha fracasado, porque si hay un movimiento que ha fracasado, entonces hay una motivación que lo realizó; y esta motivación no desaparece (aunque puede verse inhibida por una amenaza de mayor fuerza que la que hay en la promesa cuya realización se busca), por lo que se intenta una corrección para lo fallido. La huída de la falsedad es la huída del fracaso de lo que Soy, de la disminución de mi potencia [de mi poder], y de la mengua, por lo tanto, de mi efectividad en el mundo; es decir, la falsedad es una anti-realización de mí mismo. Hay la construcción de la propia habitualidad, que pasa por asignar concepciones completamente verdaderas a lo que habitamos. Una habitación artificial [producto del arte (en tanto que trabajo)] es una en donde el sentido no es sólo concebido en el conocimiento de los objetos, sino que ese sentido existencial es impuesto en la realidad de los entes por medio del trabajo (que representa una ex-tensión de lo que Soy); en tal caso me muevo siempre con concepciones verdaderas de los objetos, porque su ratio es conocida a priori, pues es impuesta por el trabajador mismo. La razón de los instrumentos es la que se les da en el momento de su manu-factura. Pero la artificial no es la única manera de habitar el mundo.

Lo que Soy se va acostumbrando a lo que tiene enfrete, a lo que lo objeta en cada momento; esto quiere decir que va encontrándose en el mundo, de tal manera que, de lo que hay en éste, él forma parte y se inserta como un factor que depende de lo que lo acompaña y que tiene una incidencia en la realidad. Para esto hace falta que sepa o que conozca las razones de lo que le toca, de otro modo no se podría mover sin fracasar4. La seguridad que se tiene en el moverse entre el mundo se llama habitualidad. El proceso de habitación del Yo es progresivo, pero la habitación del mundo depende de la sapiencia, puesto que el entendimiento sólo tiene efectividad en la concepción cuando se atiende; pero es la sapiencia de cada objeto la que lo acompaña siempre que ocurre a la existencia. Habitar el mundo es moverse con su sapiencia; el escepticismo sobre su realidad sólo puede entenderse teóricamente, porque cada movimiento de lo que Soy implica la verificación de la efectividad de lo real en el mundo; mover la mano para tomar un lápiz es ya un rompimiento de la ἐποχή sobre la realidad del mundo, porque requiere una actividad motivada desde Mí que sabe que se tiende a lo ajeno, que se suple un menester nacido desde mi finitud: la motivación la implica ya la realidad de lo otro de Mí más allá de su existencia. Para que pueda darse una verdadera concepción del solipsismo, para hacer epoché de la realidad de lo existente se necesita una actitud meramente pasiva, cualquier movimiento extensivo pretende alcanzar a lo otro en su actualidad, para realizar la mía. El escepticismo es la inminencia del engaño; no permite un movimiento seguro, en el que se espere algo con certeza (de lo contrario no es escepticismo); requiere que la actualidad del Yo seda ante la inseguridad de cada motivo, porque la motivación se ve impedida por el riesgo; implica siempre una re-flexión de lo que hay para proceder o no con lo suyo.

Cuanto menos se sabe [cuantos menos movimientos interactivos con lo real se hayan incorporado], tanto mayor entendimiento de lo que hay se requiere para actuar la motivación que ha provocado la apelación de lo que existe.

Cuando se habita en el mundo es cuando todo movimiento no requiere ya de la re-flexión. La habitualidad implica una ampliación de lo que Soy más allá de su localidad. El movimiento intensivo es inmediato e inconsciente. La circulación, la digestión, el miedo, el pensamiento… son movimientos del Yo en los que no media conocimiento porque son locales, porque no necesitan ser alcanzados, sino que son parte de la misma entidad. La realización de los movimientos intensivos no se conoce, sino sólo cuando implica un movimiento extensivo para su satisfacción (el hambre, el dolor, el miedo). Habitar el mundo, o una parte del mundo quiere decir que la foraneidad que lo caracteriza se ha vuelto casi local, más local en tanto más nos habituamos a desenvolvernos en él. Es al incorporar las rationes de lo que me objeta cuando se va habitando el mundo: vivir en la seguridad de la verdad efectiva de lo que me rodea.

Es imposible tratar de buscar la verdad como una determinación objetiva; la verdad se da en la concepción subjetiva de lo objetante. Es la verificación la que necesariamente se da en la interacción con lo real, de ahí su efectividad en la realización de la motivación. No hay una verificación subjetiva5 [que ocurra desde lo aquende como determinación misma de la vivencia], no hay sueño solipsisita y, si lo hay, sólo puede darse como engaño. Pero, al mismo tiempo, tampoco se puede encontrar una determinación de verdad absuelta de su verificación, y lo que se puede verificar es la concepción de lo que me toca. Muchas concepciones distintas pueden funcionar efectivamente ante la misma vivencia, muchas razones distintas pueden explicar el mismo acontecimiento. Pero la capacidad intelectiva [de entendimiento] y el instinto del ingenio también determinan que uno pueda darse {a sí mismo} cuenta de la falsedad de una concepción. Una inteligencia [entendimiento] limitada no podrá descubrir la falsedad ni, por lo tanto, buscar la verdad; fácilmente la parecerá que tuvo éxito lo que ha sido un fracaso y habitará un lugar en la seguridad de su ingenuidad.

Hay la posibilidad de que lo habitual se oponga a lo que se entiende. Cuando el Sócrates platónico dice que «hacia los males nadie se dirige por su voluntad, ni hacia lo que cree que son males, ni cabe en la naturaleza humana, según parece, disponerse a ir hacia lo que cree son males, en lugar de ir hacia los bienes»6 dice bien, pero la determinación de qué son bienes no se basa en la aceptación de preceptos sólo entendidos, ni en la solidez de un argumento a favor de una moral particular, sino en la verdad que se sabe porque se ha forjado una habitación a partir de ella que es benéfica para la consecución de la motivación de lo que Soy. Alguno puede entender (porque lo ha aprendido así) que el latrocinio es “malo” y “perjudicial” —por las razones que se quiera— y, sin embargo, saber (porque lo ha incorporado) que es “bueno” y “benéfico” porque a su cuerpo lo alimenta, le evita la fatiga, la responsabilidad y el servilismo del trabajo asalariado, y el dolor de ver con hambre a su familia, etcétera. Todos buscan el Bien: pero lo buscan desde lo que saben. Es el saber el que determina la especificidad de la acción, no el entendimiento (aunque el entendimiento contribuye a la formación del saber, pues es una su-posición a posteriori). El Bien, a su vez, no es una concepción, es la motivación absoluta; para la consciencia, es el bien-estar.

Pero con lo anterior se están adelantando temas que vienen después; primero hay que ver cómo y qué se conoce de lo que Soy.


  1. En tanto que objetado también por el sonido que ahora se ha puesto en el mundo allende, el Yo mismo que pronuncia también verifica el sentido que concibe con la palabra ahora escuchada.

  2. Dependiendo de la importancia de la tendencia del movimiento —esto es, de la importancia del fracaso— éste, así como su corrección, puede permanecer inconsciente. Sólo en el momento en el que se requiere del entendimiento de lo que está pasando para corregirlo se se hace patente la consecución de la verdad. El que se requiera del entendimiento de lo que está pasando quiere decir que lo que hace frente al Yo y que le impide realizarse está más allá de lo habitual, de la verdad incorporada como sapiencia y que se necesita, por eso mismo, de que el ingenio no sólo encuentre un nuevo movimiento desde sí, sino que tiene que determinar ese movimiento a partir de los conceptos que efectivamente se verifican. La verificación de lo que se sabe nunca es consciente (sólo en el caso en el que se comprenda; aunque ahí, propiamente, lo que es consciente es el entendimiento, no la sapiencia).

  3. «“Es absurdo” quiere decir “es imposible”, pero también es contradictorio. Si veo a un hombre atacar con arma blanca a un grupo de ametralladoras, juzgaré que su acto es absurdo. Pero no lo es sino en virtud de la desproporción que existe entre su intención y la realidad que le espera, de la contradicción que puedo advertir entre sus fuerzas reales y el fin que se propone.» — Camus, Albert. “El suicidio filosófico”. En El mito de Sísifo. p. 39. Hay que observar, empero, que la contradicción es una condición de la falsedad en general; lo particular del absurdo es justamente la “desproporción” entre los términos contradictorios, la patencia y la grandeza de la falsedad.

  4. Como se ha dicho más arriba, la verificación no es posible en la correspondencia de lo que se sabe o se entiende con lo real, sino que se da por la efectividad de la concepción del objeto en la existencia.

  5. Para la distinción específica entre subjetivo y objetivo véase el capítulo siguiente.

  6. Platón. Protágoras. 358d-e.