Tarde de cielo azul
Amenazado por unos ojos que se asoman a través de una rejilla. Un aliento que viene del oeste y se disipa ya lejos de mí, aunque sé que no desaparece para siempre, que va a estar ahí: acompañándome tal vez disperso; y que antes también estaba, fantasma de presencias ausentes. Una permanencia —para mí— sin justificación: un mundo siempre igual y un yo siempre perdiendo cosas (y a sí mismo).
Esos intrépidos ojos negros suyos seguían fijos en mí, ¿cuánto tiempo habría pasado?: Cualquier cantidad es creíble a estas alturas. Ésa su mirada se acompañaba por la imponente presencia de su piel morena y por la tersa delicadeza que se habían permitido sus senos, después de tanto permanecer ocultos… pero hoy ya no, ni mañana, ni en ningún tiempo futuro.
Separados estábamos —sí— por una rejilla, y también por algo más que verse no puede, pero sentirse sí; e igualmente unidos por algo semejantemente invisible, algo que yo antes había llamado deseo (empuje, pulsión, enganche, atracción… la fuerza del arrastre).
Una de esas cosas, uno de esos días que todo el mundo conoce pero que nadie sabe. Caminando, siempre caminando, llegué hasta su vista y víctima fui nuevamente del encantamiento destilado por su figura, por la sutil peste del sudor de sus trabajos y agitaciones. Como era ya costumbre (¡oh, aquéllos tiempos perdidos de tranquilo aturdimiento!), mi pecho ardió con un fuego morado, y mis ojos trataban inútilmente de deshacerse de sus párpados (como si superar esa barrera los acercara a lo invisible). Y yo sin entender la manera en que su pecho late ni en que sus pupilas se dilatan; distante de ella por un abismo; sin saber cómo ni por qué quiere, ni los motivos por los que se mueve: sabiendo sólo que me miraba; sonriendo sin poder evitarlo, apretando mis manos contra mis manos, mi tráquea contra mi tráquea, con las piernas comprimidas por la angustia de querer moverse sin conseguirlo.
Frío y calor como los únicos elementos del mundo: nada más se necesita para querer la vida. Una mejilla tibia recargada en mi pecho, tratando de contener la fuerza de mi latido estúpidamente arrítmico, tratando —sospecho— de detener su paso necio. Hay ese olor en su cabello: dulzura de natural coquetería… y los listones y las piedritas cuidadamente esparcidas en un atuendo marcialmente sencillo. Sin nada que decir ante el desfile desorganizado de las ardillas que congregan en sí a las palabras ausentes, porque esas ardillas son nuestro pensamiento. Un cuello que oculta los secretos de la permanencia, que une —frágil puente— la querencia y la necesidad.
Parado aquí, soportando de frente la ola que viene del pasado, que está encima de mí, que caerá inevitablemente, que inevitablemente me hundirá, que me empapará de su sabor salado.
El cielo despejado, azul como nunca antes. Golpes y violencia infantil, regocijo de no poder reconocer al otro. Un asesinato inocente: Un juego vaiviniente donde la naturaleza trae y arrebata, donde el sol genera y degenera, y donde una solemne, inexorable ley (que resplandece sobre todo) nos obliga al acto severo e inútil de remontar la soledad, nos conduce, ciegos, por do le conviene, por do los juegos ya no acabarán.
El sol —siempre indiferente— que se oculta y nos arrebata el calor. Oh, Tonatiuh, si te importara el invierno en el que nos abandonas, el frío blanqueado y el chirriar de huesos, ¿acaso no oyes a nuestra piel cobriza que te está llamando? Las sombras se alargan hasta tragárselo todo. Las pieles se juntan para hacer el calor que ya se extingue. Y las sonrisas permanecen, mientras todo el orden de la naturaleza se subvierte.
Caminando en busca de la salida de un laberinto de sauces —abandono del paraíso—. Letreros de burócratas inclementes que anuncian la caída de las rejas a las siete de la noche. Pero mientras aún sea de tarde, mientras aún se caminen las manos entrelazadas, las cabezas en los hombros, las respiraciones que inflaman al pecho con el dolor del abandono… mientras hay el tiempo de ahora y no el de después (el de casas distintas y camas separadas)… ¿Mientras?, ¿qué?
Caen las gotas delgadas del valle duro de concreto inamovible. Es así que el cielo permanece azul. En algunos se da la urgencia de huir, de esconderse lastimeros de la fuente de la vida. Los suaves cabellos de antes se convierten en cascadas estáticas, en repositorios de nubes negras, de acondicionadores perfumados y de pensamientos densos.
Los cuerpos cruzan ya el dintel maldito, el que obliga a la bifurcación de los pasos y al abandono de la última chispa con la que se mantiene una felicidad de voracidad famélica, insaciable, que demanda el duro peso de la material presencia, que muere de inanición cuando se le dan imaginaciones y recuerdos. Y los dos parados, lamentando el tiempo recién pasado porque, con su ida, se fue el contento (frágil él, y caprichoso), con las piernas comprimidas por la angustia de querer permanecer sin conseguirlo.