2009, feb. 7

Desde un peñasco

Pero si nunca hubiera dicho eso, nunca hubiera descubierto que las palabras pueden destruir muchas cosas. Hoy abrirá la puerta y se acordará de ayer, cuando abrió la puerta y pudo disfrutar de la suave brisa —a él la pareció suave, aunque la verdad ya jamás se sabrá— y caminar un poco con los pies descalzos sobre el pasto verde, todavía rociado. Extrañamente disfrutaba de sentir todo su cuerpo frío, con todo y el dolor que siempre le da en la espalda (agudo) y en los oídos (grave); disfrutaba también de deslizarse con facilidad sobre superficies húmedas. Disfrutaba —digo— porque a pesar de que quizás el tiempo pudo haber aminorado los efectos y de que quizás también pudo haberlos desvanecido por completo no llegó a darse jamás oportunidad de comprobarlo.

Hoy abrirá la puerta y caminará descalzo sobre el pasto verde, como ayer. A diferencia de ayer, no lo cubrirá el rocío, sino una blanca escarcha, y no sólo sus pies estarán descubiertos. La tenue luz que logrará llegar hasta él después de atravesar la niebla bañará su cuerpo y lo hará parecer más cobrizo de lo que ya es; y sus piernas fuertes y sus manos callosas y sus ojos cafés y sus nalgas duras y su pecho peludo y su cicatriz en la espalda y su piel de gallina y su semblante tosco (tal vez con una gracia que pocos, sólo los que han trabajado también, pero no tanto, pueden apreciar) se moverán en conjunto para desafiar las prohibiciones de su padre y atentar en contra del creador, y para desafiar su orgullo; sí, sobre todo para eso, para poder destruir esa barrera invisible y —casi— inatacable; para que todos vieran que sí podía ceder, que no era inmutable; para que ella misma se diera cuenta de todo lo que pueden destruir las palabras, así como él lo había hecho. Ayer no, ayer no se podía; ayer hubiera sido absurdo, pero hoy no lo será; hoy estará pleno de sentido, hoy no puede más que interpretarse de una sola manera. Nada de cartas, nada de despedidas (finalmente, él no se iba, así que no había razón de despedirse; finalmente, no le iba a pasar nada).

Tal vez una persona acostumbrada podría descifrar su semblante con facilidad, tal vez podría darse cuenta de que su cabeza estará llena de ideas que lloverán sin un orden perceptible, sin ninguna organización, que sólo lo golpearán a cada paso, que no le significarán nada, que no le convencerán de nada, que no afectarán su voluntad, que pasarán solamente. Pero se sabe que no es común ver a una persona a punto del suicidio; tal vez la haya, pero no hoy; hoy ningún experto en reconocer un rostro suicida se encontrará con él. Sólo un leñador con su burro alcanzará a ver una figura humana deslizándose entre la niebla.

Decidirá no llevar ropa porque le parecerá un desperdicio: nadie va a poder —ni a querer, llegado el caso— usarla después.

Llegará, pues, a la punta del risco desde donde tantas veces dominó todo el paisaje serrano. Verde, siempre verde y siempre húmedo. Pero ese verdor y esa humedad ya no serán percibidas, estarán opacadas por la costumbre y sepultadas bajo las interminables ideas, recuerdos; y recuerdos que son más bien ideas, e ideas que más bien son recuerdos. Apretará fuerte sus puños y tratará de fijar la mente en su cara bonita, pero la imagen será prontamente abollada por miles más: cuando era niño y apenas podía levantar el azadón; cuando vio muerta a la pequeña serpiente que había recogido y puesto en un frasquito; cuando se peleó a pedradas con un compañero de la escuela; cuando su papá lo castigaba con azotes y, después de mandarlo a dormir al piso, sólo escuchaba los gemidos y las respiraciones bruscas que venían desde la cama; cuando le dieron el machetazo que hizo su cicatriz; cuando se murió el burro, que tanto quería, justamente el día después de que él le propinó una paliza porque no quería moverse; cuando, ayer, salió descalzo de su casa y pudo disfrutar la suave brisa...

Lo que las palabras destruyen, pensará; y las palabras que destruyeron tanto: «te amo».

Aunque tal vez él despierte hoy, y espere a que su madre le dé una bebida caliente, que su padre lo castigue por su abulia y que el dolor lo devuelva a la vida; que conozca a Fernanda (ya la conoce, pero no como mujer), que vive a dos kilómetros de su casa, que dentro de diez años se ría de sus caprichos juveniles... pero no, pues es bien sabido que la libertad no existe.