2008, jul. 7

Unos zapatitos

Caminando: un pie delante del otro y así sucesivamente. Sobre un asfalto negro y caliente pereció, luego de recibir once veces el acero oxidado de un cuchillo de cocina en sus entrañas. Con su cara ya sobre el rugoso pavimento trató irracionalmente de levantarse, quizás pretendía subir a la banqueta y pedir ayuda o tenía la intención de perseguir a la agresora. Lo que hubiera pretendido, no lo consiguió. Sus fuerzas se desvanecieron y su cabeza cayó bruscamente; alcanzó a sentir todavía cómo su piel se quemaba.

Antes de eso había caminado un poco: buscaba a su hija, que había perdido enmedio de la muchedumbre. Amanda era el nombre de la niña, con diez años cumplidos, de estatura pequeña para su edad, piel morena, ojos negros y con unos zapatitos bonitos, rosas, de piel, con un pequeño moño blanco que atentamente los adornaba. Llevaba un vestido (rosa también) y una diadema de plástico con piedras brillantes. En sus manos sostenía su caja, y dentro de la caja un flan.

Álvaro se llamaba el que murió; María, le decían a la asesina.

Después de perder de vista a su padre, Amanda siguió caminando, mirando con atención por dónde pasaba, apretando fuerte su caja, sin acercarse a nadie demasiado, sin hablar, porque hablar cuando estás perdido es una invitación a la desgracia. Pasado un rato, se sentó enfrente de una reja de contención, al lado de donde había un gato que miraba con atención el follaje de un árbol cercano, tal vez pendiente de los pájaros que otros días abundaban, pero que hoy no los había. Con el cemento quemante de la banqueta. Con lágrimas apenas contenidas por el pudor del miedo. Con la mirada fija en los paseantes. Con las manos apretando firmemente su cajita de flan: el postre postrero que jamás obtendría de su padre cansado, tirado, muriéndose sobre el cemento de la quemante banqueta.

Abrió la caja: el flan era pequeño, suave; su postre favorito desde que recuerda. Sólo por él habían salido.

Y Amanda pensó en su casa; la imaginó sola y distante, más espaciosa que de costumbre, aplastada por una quietud implacable, gris… ajena. Una casa cuya fachada tentaba a su mirada con la posibilidad de enfriarse en sus entrañas, o una calle interminable a la que su padre llenaba de una presencia ignota: Eran ésas las opciones que su pecho y cabeza se peleaban: un calor grosero de caminar incesante, o la comodidad sepulcral de un sillón indiferente… y nadie que la ayudara a decidir; sólo sus ojos nublados que exigían inacción y reposo.

Antes de eso, cuando Álvaro buscaba ávidamente cualquier rastro de su hija, María y su hermano lo observaban con cuidado. Esperaban su momento: el momento de concluir el encargo de Juliana, su prima que quería muerto a su marido. Estacionaron el coche en la esquina, sin estorbos enfrente. María esperaba en el asiento trasero cubierto cuidadosamente de plástico, mientras su hermano, recargado en una pared, empujó a Álvaro hasta el asiento en el que fue recibido once veces por el acero oxidado de un cuchillo de cocina en sus entrañas, mientras el coche arrancaba, avanzaba rápidamente hasta una calle tranquila en la que Álvaro fue expulsado violentamente hacia el asfalto negro y caliente.

Pero Álvaro no era el marido de Juliana: Se parecía, aunque no demasiado; y caminaba por la misma calle, a la misma hora, que un hombre cuya esposa lo deseaba muerto. Y así, sin entender por qué; sin saber qué hacer, arrastrándose, buscaba los zapatitos rosas con un moñito blanco que atentamente los adornaba. Luchaba contra el desvanecimiento de las imágenes y los ruidos del mundo, pero once sablazos son más de los que cualquier hombre pueda soportar.

Y Amanda, paralizada por la confusión y el miedo, se quitó los zapatos que, aunque bonitos, le eran incómodos, y sus pies quedaron defendidos solamente por unas calcetas blancas. Entregóse entonces al calor grosero y al caminar incesante, abandonando en la banqueta de cruzando la calle frente a su casa la cajita con el flan, su capricho sabatino, que había comenzado la excursión fatal, absurda… Y Amanda se puso en marcha.

Caminando: un pie delante del otro y así sucesivamente.