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El académico (en cuanto que tal y sin negarle la posibilidad de que sea además amante del saber) tiene por oficio el estudio de la filosofía, lo cual supone que hay un una dimensión específica de la realidad a la cual busca aclarar. Pero existe una peculiar exigencia propia de todo lo que pretenda encarnarse en un conocimiento riguroso: la referencia a un campo objetivo en el que se encuentre, para la verificación de quien lo quiera, aquello de lo que se habla.
Pues bien, ese ámbito no puede ser otra cosa que la historia de las ideas. ¿Y por qué no puede —se preguntará con acierto— ser la realidad misma? En primer lugar porque “la realidad misma” es una materia tan al alcance de todos que, dicha como tal, no puede distinguirse de la opinión de cualquiera que pase por la calle: en algo ha de residir la sabiduría del académico. En segundo lugar, porque no hay cabida para el aprendizaje de la realidad (pues la realidad no es palabra que se delega, sino facticidad) durante cuatro años de licenciatura, dos de maestría y cuatro más de doctorado.
Es decir que el académico ha de ver y tratar a la filosofía como a un objeto y no como a una actividad ni como a un compromiso ni como a una necesidad; y por tal motivo ha de buscar la manifestación más objetiva de ésta: los textos. Y ha, con muy buena técnica, de diseccionarlos y, una vez comprendido su funcionamiento, ha de tratar de insuflarles nueva vida con sus nuevas palabras que re-dicen lo ya dicho, aunque con un destinatario más contemporáneo y más general (aunque a veces es uno más restringido).
Sólo así se explica el oxímoron dicho antes: la técnica filosófica.