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Al ser la universidad un organismo público (no sólo en su carácter de mantenido por la nación y entregado a su beneficio, sino en el de que lo que en ella se hace se proyecta más allá de su seno) en el que es oficio la investigación filosófica, ha de haber un modo, una cualidad que sea capaz de diferenciar y delimitar el conocimiento que se haya en el calle, en los medios de comunicación masiva o en el refranero popular del que se da dentro de la institución académica. Y no sólo se trata de una manera distinta de hablar, sino también ha de tratarse de un tema distinto, uno que no nace de la ocurrencia de un día, sino que se ha venido elaborando a partir de una formación cultural y de especialización en un asunto específico. La academia, pues, requiere de un método para diferenciarse de la no-academia.

En el caso de las ciencias exactas, bilógicas, médicas, técnicas, etcétera, este método es más o menos claro: la experimentación, el registro, la estadística, la comparación… y esto llega a aplicarse —y hasta con preferencia— incluso en las ciencias sociales: la cuantificación, clasificación y predicción se vuelven las exigencias de sus disciplinas.

No se trata de que —como, sin embargo, muchos pretenden— el conocimiento que en las universidades se produce deba tener como fin una función práctica, pero sí de que éste conocimiento sea destacable y veraz, y que lleve a alcanzar una verdad, a aclarar una inquietud, aunque ésta resolución no equivalga a rentabilidad monetaria.

Y, ¿qué pasa con las humanidades? ¿Pueden acaso, estando insertas en el ámbito universitario, alejarse de la cuantificación del saber que en sus facultades y sus institutos se produce? La respuesta es esclarecedoramente indubitable: no pueden. La investigación en la universidad —como la educación— no puede limitar a nadie por su falta de perspicacia veritativa, por su falta de preocupación por la realidad que es él mismo, ni porque le importe poco si una vida sin examen merece ser vivida.

Y, sin embargo, algún conocimiento hay que producir: el mismo conocimiento historiográfico-exegético que luego se enseña en las aulas. Es necesario que exista un procedimiento característico por el que se pueda dar por filosófico-académico un ensayo o un discurso: es necesario que haya una técnica filosófica que cualifique un estudio técnico y que juzgue su pertinencia y su validez; una técnica que, como todas, consiste en la aplicación certera de unas reglas medianamente establecidas, y esto ha de hacerse con un rigor que debe respetarse como el principio mismo que funda la posibilidad del conocimiento que se busca. De tal manera que se escriben artículos, tesis y libros completos que se intitulan como La definición del tiempo en la estética trascendental de la Crítica de la razón pura y la posibilidad de la aritmética como ciencia o El motor inmóvil aristotélico y su relación con la idea del Bien platónica estudiada en los escritos de Werner Jeager1. La misma convocatoria para este coloquio pide “incluir bibliografía y aparato crítico” como característica de cualquier ponencia que se envíe a consideración. Además, desde luego, de que es gran factor de prestigio académico —y, de manera relevante, de la posibilidad de obtención de estímulos y becas— la cantidad de artículos publicados o de capítulos en libros, etcétera. Se exige una formación constante y se exige probar que se la tiene para tener derecho a la palabra. Se exige, pues, a aquél que tenga interés en filosofar profesionalmente que lea mucho y que escriba mucho; de esta manera, uno puede pensar que los ámbitos propios de la filosofía son la lectura y la escritura… Pero esto no es así.


  1. Estos títulos son ficticios y se escriben con el único fin de ilustrar una tendencia y una manera en la que se entiende la filosofía.