Cangrejos al combate
Es obvia la alianza que han forjado la oposición reaccionaria con los miembros de la máxima sala del poder judicial para conservar los privilegios de los segundos, y tener un poderoso recurso político, los primeros. No hay que descuidar el hecho de que la reacción y el conservadurismo mantienen los poderes fácticos, la mayoría de los estatales y municipales, y están encaramados en todos los numerosos organismos autónomos creados para ése (el de hacer fortuna con sueldos y prestaciones) y otros (de simulación, de transexenalidad, de elitismo antidemocrático) fines.
Los magistrados, entre los que destaca el decidido cómplice de los criminales sexenios de Fox y Calderón, Eduardo Medina Mora, como el mejor ejemplo de las características necesarias para llenar estos asientos: ser leal a los que los eligieron; pues en este caso no existe siquiera el pretexto de una carrera en la judicatura. Los magistrados declaran, publican desplegados, se amparan, gritan, se organizan (como no lo hicieron ni cuando la guerra calderonista los convirtió en blancos del crimen organizado) y entre ellos mismos se reciben amparos a trámite, se conceden suspensiones de acto, se miran y cómplicemente se dan la razón los unos a los otros.
Dicen, sin asomo de vergüenza, que sólo sus salarios millonarios les permiten tener independencia en sus decisiones; lo que nos da dos puntos de análisis. El primero: ¿de qué manera la modestia material los hace dependientes de factores externos? La respuesta obvia es porque su ambición es no sólo inmensa, sino que es —parecen considerar— un derecho moral1; y es éste el debate que se está perdiendo: que se defiende la ambición como meta de la vida y, por inferencia, del servicio público; más allá de si se los ganan o merecen2. El segundo, derivado del anterior: cuando el servicio público está supeditado a la ambición material (que es por definición un servicio personal) la autonomía está negada de origen. El hacerlos llegar al puesto: ése es el soborno.
El TEPJF acaba de dar muestra de las consecuencias de este sistema, validando el escandaloso fraude electoral en Puebla de julio pasado. Así como hace un año lo hizo con los de México (estado) y Coahuila; como lo hizo con la elección comprada de 2012, con el fraude electoral de 2006. ¿Dónde está, donde estaba su independencia? No hay tal, porque el ser dependientes es la condición originaria del arribo a sus puestos, y no se es ministro para impartir justicia, sino para llevar una vida de excesos y opulencia. Así de pervertido es el sistema que hoy se manifiesta, indignado, defendiendo su autonomía, que bien puede traducirse en “la urnas no valen para los que le debemos el puesto a los cuates”.
El alegato —más visceral que argumentado— de que se trasgrede la autonomía del poder judicial es lógicamente insostenible: ser autónomo no significa ser soberano. Tratan el asunto como si la división de poderes funcionara sólo para acotar al ejecutivo; pero no: es para que todos se acoten mutuamente. Como tal, el legislativo tiene la facultad de aprobar las leyes y de decidir el presupuesto, que el judicial debe acatar y vigilar que sen acatadas. No hay más. La norma constitucional que estipula que ningún servidor público puede ganar más que el titular del ejecutivo está vigente desde 2009, lo que significa que los ministros han desarrollado sus funciones en desacato desde hace nueve años, ¿es señalar la falta legal del poder judicial una intromisión en sus facultades?: No; el poder judicial pretende utilizar el pretexto de la autonomía para crearse un fuero de facto, un manto de impunidad. Avasallar su autonomía sería el decirles cómo deben resolver los juicios que estén en su consideración; pero con esta parte no han tenido problemas en el pasado, mientras se les pasara su mordida institucionalizada. Y lo fundamental: el único poder soberano es el del pueblo (por más que desprecien no sólo esta palabra, sino su concepto); y el pueblo dejó muy clara su postura hace cinco meses.
Nos dicen que lo que defienden es para ellos un salario “digno”. No les importa manejar conceptos muy distintos de “dignidad” cuando se trata de sus personas que cuando se trata de todos los demás, para quienes no tienen empacho en aceptar que se les pague $2,686 mensuales como remuneración mínima, remuneración que la constitución manda que debe ser suficiente para cubrir las necesidades materiales y culturales de una familia. Un mes de su vida les parece tan valioso como dieciocho años de la vida de cualquier otro. Semejante soberbia sólo se apreciaría en un sistema de castas; perfectamente consistente, por lo tanto, con su noción de justicia.
Con cada acto para defender sus privilegios nobiliarios se hunden más en la ilegitimidad. Por supuesto que eso no les interesa, acostumbrados como están a su cinismo criminal. ¿Cuánto tiempo les durará su estrategia, su berrinche, su desprecio?, ¿hasta dónde están dispuestos a llegar con su afán de minar el proyecto de país del ejecutivo, del mandato democrático?, ¿cuántos intereses se colgarán de este contraataque reaccionario?: Ya el tiempo nos lo dirá; el tiempo y la gente.
El que el triunfo de AMLO en las elecciones pasadas haya surgido, no de una movilización masiva, sino de una convicción silenciosa (aunque altamente expandida) presenta en sí mismo un problema: La gente, sin la costumbre de movilizarse, tendría ahora que presentar su respaldo activamente para hacer que su voluntad se ejerza ante este “conflicto entre poderes”. López Obrador ha tratado de tender un puente para que esta vinculación no se pierda por medio de las consultas, y seguirá por esa ruta. Es necesario, pues, establecer a la brevedad un sustento legal y vinculante para que esto no sea un pleito entre dos poderes, sino una decisión popular.
Pero este asunto, aunque altamente simbólico, no es de urgencia. AMLO sabe que hay batallas que se reservarán hasta que se concrete en los hechos la legitimidad otorgada a priori en las urnas, porque sería imposible ganarlas sin un sólido respaldo popular. Tal vez ésta sea una de ellas: hay ya demasiado desgaste. Pero esto tampoco puede significar que se deje de señalar, de atacar, el simbolismo que hay detrás de todo esto, el conflicto entre proyectos de país, entre entendimiento de dignidades, de derechos, de prioridades, de vidas.