La estrategia hacia el futuro y los dueños del ahora
Políticamente, la elección de julio pasado exigió el derrumbe del régimen neoliberal. Pero desde su principio (y desde antes: desde la burocratización de los sectores priistas), los administradores se encargaron de desvincular las exigencias populares de la toma de decisiones. Este proceso incluyó dos descarados fraudes electorales, ya habiendo quedado las elecciones como el único medio de participación popular. Es decir, completaron una aniquilación de las formas democrática.
Cuando López Obrador asuma el gobierno, sus pies deberán posarse sobre unas estructuras de poder que están firmes, que tiene andamiajes muy complejos y, sobre todo, que se benefician como nadie del actual estado de injusticia y latrocinio. Los dueños conservan todavía el poder acumulado durante casi medio siglo. Y es esto lo primero: Cómo lidiar con lo ya puesto.
Varios gobiernos estatales han intentado —con desprecio de cualquier mesura democrática— modificar leyes y constituciones para prevenir que un congreso con mayoría morenista pueda influir significativamente, ni siquiera en la dirección de gobierno, sino en la distribución de los dineros y los negocios.
El régimen que se despide (en lo federal) se basa en una consigna sencilla: todo está a la venta. Lo que les preocupa de un gobierno morenista no es en primera instancia las políticas públicas de centro‐izquierda que proponga, sino que se cambie el lenguaje que se habla en la determinación del gasto público. Lo ideológico va después, si acaso.
El sofocamiento de los principios democráticos que se ha intentado en lo local para evitar este cambio es gravísimo en principio y en lo jurídico, pero es para ellos un día cualquiera en el gobierno autoritario, oligocleptócrata en el que crecieron y que mantienen con ellos.
En los otros poderes, simulación
Otra fuente constante de preocupación consiste, de los miembros del partido, en sus cualidades y sus actos. Es ésta es especialmente palpable en los legisladores: Acostumbrados ellos a gestos barrocos, esquemas férreos de subordinación, pactos entre dirigentes, y asignar y seguir líneas, no se han mostrado, hasta ahora, capaces de entender ni el alcance ni los principios de lo que se ha propuesto como la cuarta transformación de la vida pública del país.
Tanto Ricardo Monreal, cuanto Mario Delgado (coordinadores de Morena en las camaras de senadores y diputados, respectivamente) tienen una larga lista de cuestionamientos a su honestidad en primer lugar, y también a su afiliación genuina a un proyecto de izquierda, o popular siquiera1.
Así en el senado como en la cámara de diputados, ha sido notorio que la implementación de los principios básicos de austeridad ha sido sólo una simulación. Ante los señalamientos de que se conservan los privilegios se responde con pretextos y tecnicismos. No puede ser tan difícil entender el concepto básico: Servir al pueblo no es un privilegio: es una obligación que exige sacrificios, y su motivación no puede ser personal, sino de preocupación por la sociedad y sus gentes.
Ante este mismo principio, la postura del poder judicial —cuya complicidad en la creación, el sostenimiento y el porvenir del régimen actual y sus privilegios no debe dejarse de mencionar— es lógicamente risible, pero prácticamente alarmante: Defienden sus varias veces indignantes emolumentos con la fiereza de quien defiende su vida; se muestran inflexibles, necios, patéticos… pero nada de eso les importa con tal de seguir embolzándose más de medio millón de pesos al mes. Renuncian a su dignidad por un costal de billetes y dicen con descaro: “si ustedes no me llegan al precio, alguien más lo hará y no va a ser mi culpa”. Y esto lo dicen quienes tienen el mandato de “escucharnos, ampararnos y defendernos contra el fuerte y el arbitrario”.
“¿Quién manda?”
Ha sido López Obrador consistente y claro en su estrategia para el cambio de régimen: utilizar la primera mitad de su sexenio para combatir la corrupción y, con lo que de ahí se recupere, establecer asistencia social y promover el crecimiento económico; y utilizar la segunda mitad para promover cambios estructurales en el régimen de gobierno. La idea es ganar primeramente legitimidad y apoyo, y sólo con esa fuerza se podrá avanzar en la transformación del sistema político‐económico como tal.
El ser blando y consecuente con los actuales dueños del país es parte de esta estrategia; particularmente en estos meses en los que ni aún se le ha colgado la banda presidencial. Pero ya en estos meses ha habido dos conflictos directos con ellos: Por el aeropuerto y por las comisiones bancarias.
El primero de éstos se debió a la urgencia de destinar todo el dinero posible a los programas sociales, ante los que el llamado NAICM representaba una fuga inaceptable, y además mantendría la obligación de continuar con los intereses ya contratados, plagados de corrupción y dispendio. Y la resolución de éste fue magistral, considerando los recursos limitados de la figura de presidente electo.
La consulta popular y su resultado dieron paso a la expresión icónica de este conflicto. “¿Quién manda? ¿No es el pueblo, los ciudadanos? ¿No es eso la democracia?”, preguntó socráticamente —incluyendo la ironía mordaz— López Obrador. La simbología consistió en una declaración en la que se reconoció que los grandes conglomerados económicos tienen el poder fáctico, pero que el nuevo gobierno no está solo, y que —por lo menos así se pretende— el respaldo popular va a adquirir una dimensión no vista desde el cardenismo. En este sentido, fue también una petición a los electores: el primero de julio no basta; se tiene que permanecer unidos para poder desmontar las estructuras creadas.
Al mismo tiempo se mostró respetuoso de las formas legales: las indemnizaciones se pagarán como estaban programadas, y los contratos pueden ser transferidos a las obras en Santa Lucía y Toluca. Al fin, siguen ellos siendo los dueños del país, con el poder de reducirlo a pedazos aún antes de la toma de protesta. AMLO sabe que el peor escenario es que, en asumiendo el gobierno, tenga que vérselas con una crisis económica sin haber ganado realmente una legitimidad de gobierno.
En directa oposición a esta estrategia, Ricardo Monreal tuvo la ocurrencia de presentar una iniciativa de ley para reducir o eliminar diversas comisiones que cobra la banca comercial. El problema con esta iniciativa no es el contenido, sino el provocativo desprecio hacia los intereses aún imperantes. Esta confrontación puso en alerta a los dueños del país y los hizo pasar a la ofensiva: mostraron en poco tiempo no sólo su capacidad de minar la economía sin mayor esfuerzo, sino que obligaron al presidente electo a darles garantías.
La presentación de la iniciativa también significó un desprecio a la figura de López Obrador, con quien no se discutió semejante maniobra. Hay que ser claros: la autonomía del legislativo es inatacable y los legisladores de Morena deben permanecer autónomos (sin importar que casi todos ellos llegaron a su puesto con la promesa de apoyar y bajo el cobijo de la presidencia de AMLO). Pero la praxis política exige una coordinación si se quiere llevar a cabo una transformación verdadera de la condiciones sociales y del régimen político.
Monreal, al parecer, pretende sumar puntos a su agenda de ambición personal; pero su incapacidad para entender el momento político y, más importantemente, el espíritu del lopezobradorismo (o, tal vez, su intención explícita de lesionarlo) ha golpeado la estrategia y los planes del nuevo gobierno. Esperemos que la transformación de la participación política en una más directa convierta en irrelevantes sus trucos de la política entendida como PRI.
Pero el daño ya está hecho: Los dueños están a la defensiva y afilando sus armas. En el absurdo de su soberbia se atrevieron a decir que la iniciativa se presentó “sin respetar las formas democráticas”; es decir, sin pedirles a ellos su permiso primero. Y es eso lo que entienden ellos cuando usan esta palabra: “democracia es que yo les diga lo que pueden y deben hacer”. La autonomía del congreso sólo vale para el ejecutivo, no para los grandes empresarios.
Pero tener la razón no basta; la razón se ha tenido siempre. La política formal es un juego de estrategias, y la torpeza o la malicia de Monreal han creado innecesariamente un grave problema aún antes de empezar el sexenio lopezobradorista.
El camino será largo, y hay que andarlo con astucia. López Obrador ha mostrado que la tiene, y más que eso. Pero, ¿de qué manera el resto del partido dejará de ser el sucio resabio de las formas políticas del priismo?, ¿cómo comenzarán a entender que no tienen derecho a los privilegios que los motivaron a involucrarse en la política? ¿Por qué no se reemplaza a figuras amorfas o francamente antitéticas de los puestos directivos en los congresos y las direcciones del partido?
Por lo pronto hay, todavía, que seguir esperando.
No debe olvidarse que Delgado había sido designado por Ebrard como su sucesor en el GDF en 2012, pero las fue vetado por AMLO, y así nació la abominación del mancerismo; que Delgado haya sido considerado inaceptable ante la figura gris y patética de Mancera habla mundos de su significancia política; y sin embargo hoy se encuentra defendiendo los intereses de Ebrard (otro personaje cuestionable) en la coordinación de los diputados.↩