2018, ago. 5

Venezuela, Latinoamérica, y nuestra demente derechita

El escondite del golpismo rabioso

Un atentado derechista en un país al que por todos los métodos han querido quebrar, contra un gobierno que (en la retorcida mente de los que creen que un vistazo de soslayo les alcanza para juzgar un proceso histórico, que necesitan doce años de masacres y saqueos para hartarse de la derecha, para contradecir a los dueños de su vida) es al mismo tiempo repudiado por su pueblo y gana elecciones democráticas1.

La racha de golpes de estado jurídico‐mediáticos2 que se ha dado continuamente contra los gobiernos latinoamericanos no alineados con el capitalismos transnacional —cuando no se les ha dado la suerte de que los gobernantes mueran de cáncer— en la segunda mitad de la década (complementados por una permanente campaña de guerrilla marketing, acompañante de las más tradicionales comentólogos en televisión y de youtubers cuyas pobres interpretaciones del mundo se alimentan de este contexto) ha conseguido poner en el ideario general la noción de que en Venezuela se padece una dictadura; sangrienta y represora, por mayores indicaciones.

Sí, en Venezuela hay, desde hace casi un lustro, una grave crisis económica cuyas circunstancias son complejas, y que es probadamente acrecentada por el sabotaje de los opositores al régimen. Sí, el gobierno de Maduro no ha podido con ella (ni con ellos), y no se vislumbra que pueda en el futuro. No, esto no significa que los que dicen tener la solución tengan derecho a cambiar al régimen político; ni tampoco que la población esté alzada en contra del gobierno.

Los más afectados, por los que los protestantes dicen hablar y luchar, son los mismos que constituyen la base de apoyo al gobierno, y los que le dan las victorias electorales que enfurecen y desesperan a los opositores.

Y aquí va la derecha: defendiendo con bombas su derecho a comprar iPhones a precio internacional, pasando por encima de las masas que caminan las ciudades silenciosas haciéndolas andar, que han convertido sus techos de cartón en algo apenas decente, que han quitádose de su cabeza la permanente preocupación del hambre propia y de sus familias.

Pero del otro lado tenemos a los que suben imágenes amarillistas a Instagram y comentan en reddit cómo están viviendo en un infierno, cómo opositores encarcelados por participar en conspiraciones par dar golpes de estado denuncian su silenciamiento en conferencias de prensa y entrevistas con corresponsales internacionales, mentando tragedias individuales como algo que debe eclipsar la lucha por la sobrevivencia y la dignidad de las masas: No hayan la hora de poder volver a sus casas a decirles tranquilamente que son pobres porque quieren, que la competencia es el estado natural del hombre, y que los que no quieran o puedan entrar en el juego del desprecio ególatra y la ambición merecen como castigo el sometimiento los dolores, las lágrimas, las esquizofrenias de la carencia.

Es el de Maduro un gobierno inepto, plagado de una burocracia corrupta, soberbio. Y, sin embargo, el grueso de la población —sin manera ni ganas de andar publicando en facebook sus posturas— le da su respaldo. En primer lugar, porque si la ineptitud o la corrupción bastaran para derrocar gobiernos, el anarquismo habría, y desde hace mucho, instaládose en toda Latinoamérica. Pero particularmente porque la oposición ha dejado muy en claro qué es lo que principalmente la molesta: el control de las empresas, el asistencialismo social, el populismo, las políticas “socialistas”. En fin, que dejan muy en claro que lo que primero quitarán son las muletas que los sostienen de pie.

La intransigencia y radicalidad de la derecha venezolana han polarizado al país: no hay opciones políticas: hay el madurismo o la alternativa (la vuelta al neoliberalismo voraz). No hay lugar para matices. Aunado esto a la ferviente intervención de los EEUU, el ambiente político se ha convertido en uno de guerra fría, la cual —siendo como es: una guerra— sólo admitirá un ganador, y reducirá a los perdedores a la insignificancia. Tales circunstancias hacen fácil la elección de un lado, pero difícil su defensa ideológica, cuando no se considera la gravedad de lo es está en juego.

La patología obsesiva de la derecha los lleva a seleccionar pequeños aspectos de la vida, y a imponerlos como principios intransigibles de la condición humana. La concepción gringa de su freedom —promovida con igual behemencia por los rednecks y los magnates, por los ignorantes y los aculturados3, por el middle America y las coastal elites— es un ejemplo inmejorable de esta cuestión: nada vale más que el derecho a no quedarte con las ganas: ni el el hambre, ni la justicia, ni la felicidad: nada.

Así pues, a su parecer, no puede haber mayor tragedia para un país que la inflación: ¿hay gente durmiendo en el frío piso, abusada sistemáticamente por la policía, que recurre a los solventes para tener un estado mental alejado del dolor de ser en la carencia de nutrientes y de humanidad?, ¿hay gente siendo despojada de su derecho y sus tierras ancestrales porque estorban a la ganancia de un inversionista?, ¿está una región dominada por la violencia y el capricho de los que tienen con qué matar?, ¿están extintas todas las redes de seguridad social y la prospectiva de un retiro en la vejez para la mayoría de la población?, ¿está la mayoría de la gente aterrada de que le dé una gripa incapacitante porque eso significaría dejar de cumplir en su trabajo y ser despedido?: No importa, por lo menos sabes que los mismos $8 que ayer te compraban una coca hoy te compran los mismos 8⁄13 de una coca4. ¿Cuánto trabajo [horas‐vida] costaron esos ocho pesos?, ¿cuánto desgaste emocional, cuántas renuncias personales?: No importa, mientras no tengamos que ver a empleados re‐etiquetando los productos cada mañana.

Particularme risible es la caracterización, tan comúnmente usada en México, del sexenio de López Portillo (o, particularmente, sus últimos años) como la mayor tragedia en el país de la segunda mitad del xx; como si los padres y los abuelos contaran a la hora de la comida sobre esos tiempos, como si ninguna persona que haya vividos esos años pudiera olvidar detalle de esos meses y días obscuros5. Hablan del populismo y sus males (cuando el endeudamiento de los doce años recién pasados es incomparablemente mayor), de la corrupción (cuando, habiéndola en gran y descarada manera como la hubo, por lo menos una parte construyó las últimos grandes obras de infraestructura en el país; mientras que los $100usd por barril que les tocaron a Fox y Calderón pasaron del presupuesto a la corrupción agua por el cedazo); y omiten que la diferencia entre crisis y no crisis6 fue, no la carencia de deuda, sino la actitud de los organismos financieros internacionales hacia los respectivos gobiernos.

Pero lo relevante de su idolatría al liberalismo es que así al sistema se le resbalan todas las culpas. Si alguien no aprovecha las bondades del capitalismo es él el único responsable; la oportunidad la tiene cualquiera. Su postura es simple: cualquiera que ponga su voluntad en ello es capaz de trabajar ocho horas, ir a la escuela seis, dejar de lado cualquier imperativo personal de solaz o descanso en aras de buscar la ganancia monetaria para después hacerse en la universidad amigo de alguien que le presenta a otro alguien o, alternativamente, fundar uno de los estadísticamente poquísimos negocios que tienen éxito debido a circunstancias azarosas e impredecibles y lograr, al fin, conseguir un crédito a treinta años para comprarse una casa. Para ellos, no hay argumento válido en contra: estos ejemplos circunstanciales demuestran que querer es poder, y en consecuencia, quien no lo consigue falló él individualmente.

Pedir que el gobierno (que tiene el poder de cobrar impuestos, de determinar lo permitido y lo prohibido, de controlar el flujo monetario, de destinar lo recaudado a discreción, de fijar políticas financieras, tazas de deuda, de brindar educación y determinar su método y contenido…) cambie para acrecentar las posibilidades de conseguir sus objetivos es, en cambio, clara prueba de martirologio y holgazanería: esos albañiles que trabajan de nueve a seis acarreando carretadas de mezcla y materiales, escarbando, cincelando… resultan ser unos enfermos de dependencia por exigir que el gobierno obligue a sus patrones a pagarles más de $7 por hora de trabajo. Así lo afirman ellos, a los que se les acaba la vida cuando el conductor de uber nos les carga la maleta.

Los males y los abusos que se cometen bajo el amparo del poder‐dinero nunca son consecuencia del medio socio‐económico que los permite a cambio de un soborno, y a veces ni de eso: basta verles la ropa, el coche, el color de piel para que ejerzan sus privilegios: detrás de cada reloj de diez mil pesos hay un alguien que merece respeto. Así, es menester dejar que particulares cometan los abusos y, cuando son injustificables, denunciarlos como culpas individuales; y, cuando no, decir que la culpa es de la ineptitud, la incapacidad o —y esto es lo más soberbio de su cosmovisión de odio [⊕ competencia ⊕ meritocracia]— la inmadurez de los que lo padecen.

Así, un gobierno de derecha corrupto es un gobierno corrupto; un gobierno de izquierda corrupto es prueba de que todo un sistema político es inviable. Un gobierno dictatorial de derecha es una tragedia que pasó por un descuido de los valores liberales; un gobierno dictatorial de izquierda es una confirmación de que el socialismo es inherentemente opresivo.

Por eso la corrupción del partido de Lula es un delito imperdonable por el que él personalmente debe pagar en la cárcel; ahí no hay ataque a los derechos humanos, ni encarcelamiento de opositores. La corrupción personal de Temer, en cambio, son “escándalos periodísticos” que no deben distraerlo de sus importantes funciones.

Y un guión casi idéntico tienen desarrollándose en Argentina.

No se trata solamente de señalar la hipocresía, que, en diversos grados, existe en todos los grupos ideológicos. Un magnicidio en contra de un gobernante que se halla en el poder por la voluntad de los gobernados no es un grito por justicia ni es la expresión de un pueblo oprimido7: es una afán oligárquico por poner profundizar la crisis de un país asediado y dividido. Y es un intento que recibe respaldo ciego de mentes simples con pocos argumentos, pero tan seguras de sí que su respuesta a quien los contradiga no es el argumento, sino la indignación.

Es esta facilidad de inmergimiento en una normalidad ideológica tan poderosa, que se los ve hablar indignados de golpizas de los policías caraqueños, cuando en su propio país les parece rutinario —si acaso se entera— que la policía abra fuego indiscriminado, dejando a su paso impune ocho muertos y más de cien heridos de bala.

La ligereza del juicio y la gravedad de los hechos ponen de manifiesto el grado de penetración que tiene la estrategia desarrollada coordinadamente por las oligarquías latinoamericanas y las embajadas gringas de la era Obama.

Tiene que quedar claro que las redes sociales no son ni un reflejo del sentimiento generalizado del pensamiento social, ni son la herramienta que pueda librar a a la gente de la manipulación; sobre todo cuando se habla de cosas espacial o contextualmente lejanas.

Con el atentado de ayer, la derecha venezolana es la primera en graduarse de su ofensiva jurídico‐mediática a un golpismo abierto y asesino que además, tendería a influir en los otros países en los que hasta ahora les ha bastado con un golpismo blando para terminar de cerrar la pinza que, con todo, todavía está amenazad con romperse y sacar a sus presidentes forbes que tienen de amigos los mismos gorilas rabiosos de los setentas.

Han fallado, y en haciéndolo han dejado al descubierto la escalada que aún tendrán planeada para moverse ya sin miramientos por cosas insignificantes como la vida humana, ya no se diga la legalidad o la legitimidad que siempre les ha servido para poco más que para limpiarse el culo. Y con ello también han movido la intensidad del enfrentamiento. Las caras públicas de su movimiento tendrán que condenar o apoyar el atentado.

¿Es Manuel Santos patrocinador de los golpistas? Aunque Maduro no tiene la escrupulosidad de Chávez en acusaciones de esta magnitud difícilmente tendría motivos para afirmarlo sin información de primer nivel que lo haya a él convencido y, ciertamente, Santos no es incapaz de algo semejante. Esto significaría el inicio de un conflicto internacional de gran escala. Y desde luego, Miami, que ha conseguido destacarse en su derechismo extremo en un país en cuya escena política el fundamentalismo religioso y el racismo son moneda corriente.


  1. De cualquier cosa han acusado al gobierno venezolano, menos de no garantizar elecciones libres; y no porque ganas les falten.

  2. Cfr., p. ej., Gumucio Rivas, Rafael Luis. “Los golpes de Estado jurídico‐mediáticos”. Resumen Latinoamericano, 2016, abr. 18 <http://www.resumenlatinoamericano.org/2016/04/18/los-golpes-de-estado-juridico-mediaticos> (archivado en 2016‐05‐14).

  3. Quizás haya tiempo después de escribir algo sobre el concepto bastardo de cultura que domina la idiosincrasia de ese país.

  4. Al principio del sexenio de Peña, una lata de coca costaba $8; hoy, cuesta $13.

  5. Que, en todo caso, corresponderían a los años de De la Madrid, pero eso es otra historia.

  6. Y esto, dejando de lado el estado de crisis permanente que se vive en las clases bajas por lo menos desde el 95.

  7. Los explosivos y cuadracópteros que se usaron en el ataque no fueron hechos en algún cuartel clandestino bajo acoso policiaco, ni siquiera —estoy seguro— fueron programados en el garash de unos estudiantes dispuestos a todos.