2011, nov. 16

Vendrá el diluvio

Todo lo que le preocupaba era que nadie dejara se sentirse bien, si en sus manos estaba el conseguirlo; un nadie sólo limitado por aquéllos que no podía soportar —que no eran pocos, pero que no habían dejado de ganárselo— y por los desconocidos que no la habían mirado a los ojos. Francamente, una muchacha así pudo haber terminado de cualquier manera; pero esta forma del cualquiera es particularmente detestable porque implica la traición y el más profundo inmerecimiento. No es que ella no fuera mala: a veces, en efecto, olvidaba lo mal que se sentía saberse causante del dolor ajeno; a veces, también, lo que se requería para conseguirlo se hallaba muy lejos de su posibilidad o muy apartado de sus intenciones. No obstante, siempre se sentía mal de no poderlo. Un día la hicieron desaparecer, la esfumaron. Alguien en quien confiaba —en el que había confiado desde hace mucho tiempo— abrió un hoyo en la tierra, con el único, insignificante gesto de haberla visto a los ojos para despedirse. Le habían dicho que era demasiado para permanecer en el mundo, que sus intenciones eran vanidosas y ofensivas, que a nadie le haría falta ya su sonrisa ni su olor. Rellenaron el pozo con tierra y luego piedras y luego cemento. Pusieron encima un letrero en el que se leía: “Aquí no yace nadie“. Pero los fantasmas habitan en este mundo; sin tocarnos, nos hacen hacer.

Más abajo, los caballos que corrían desbocados se detuvieron; aunque no súbitamente: fueron desacelerando y al fin frenaron, moviéndose ya sólo por la inercia… hasta que las pezuñas se desgastaron y la lija infinita de la tierra alcanzó su carne. Quedaron entonces tendidos, mirando con el solo ojo con el que podían hacia el cielo, el lugar que antes querían alcanzar. Están esperando a que les crezcan alas, antes de que se les termine la sangre.

Pero también en ese tiempo hubo nacimientos: Los llantos inundaron a todo el pueblo y la esperanza en el futuro se convirtió en el único tema de conversación. Las nuevas criaturas se arrastraron haciendo ruidos molestos que no todos son capaces de soportar. Y no obstante, el tiempo pasa.

Ya nadie quiere decir lo que está pensando. Los traidores tienen un altar, pero sus consciencias nunca los dejan dormir. A los altares les crece la yerba encima. A los arroyos todos tiran sus deshechos, y los peces ya no quieren permitirlo; alguien les preguntó por qué: hizo mal, le dicen todos. Las aves tampoco quieren más de lo nuestro en su cielo, a ellas ya nadie quiere preguntarles. Pero aves y peces nos miran atentos, a nosotras, las criaturas de la tierra; nos tienen lástima, pues —dicen— están esperando el diluvio que hará callar a todas las sinrazones.