2009, oct. 25

Para poder alimentarse

Se supone que un cuchillo sirve para eso: para deslizarse suavemente y conseguir fragmentar lo que estando unido nos era inútil o estorboso. Se supone que la carne de un animal recién muerto puede alimentarnos sin remordimientos. Hay quien dice que alimentarse de animales tales como perros u hombres no está bien, que no se debe destruir el alma de un ente para satisfacer una necesidad que sólo en casos extremos puede ser fatal, que eso es imperdonable y que la imagen de la expresión de ellos jamás nos abandonará si lo hacemos, que se pasará uno pensando y pensando en lo que pudo haber sido y no es, que incluso se siente nostalgia del dolor que le estamos evitando, de la sarna y de la rabia que no lo carcomen, de los delitos que no cometió el que ahora es muerto… Yo no lo sé, quisiera pensar que me interesa, pero no es así. Porque, ¿qué sentido tiene encontrarse todos los días sentado en el mismo asqueroso lugar, haciendo siempre lo mismo? Y repito: la cultura es el mayor de los males de que se tiene noticia; pobres los animales domésticos, que se hallan un poco contagiados.

De todas las maneras en las que se suele presentar un hombre ante otro, hay muy pocas que sean tan desagradables como para provocar una ira tal que el otro acabe por matarle. Eso, en México, parece no ser tan presente como lo era en el porfiriato y antes, y aún más antes. No, por lo menos, con el contraste con el que durante la primera mitad del siglo pasado se enfrentaba la ausencia de respeto por la vida y la muerte propias —y, por lo tanto, ajenas— contra una pretendida inserción en el concierto de las civilizaciones europeas, los derechos humanos y otras cosas realizables sólo en países colonialistas, en los que se pueden saludar los unos a los otros gracias a que en otro lado hay quienes no soportan el peso de la inutilidad de su trabajo o su no trabajo, de su hacer o no hacer, de su vivir o su no vivir. El México rural siempre ha estado encantado, siempre ha conservado la memoria de los tiempos peores, porque ahí siempre son peores; y la ciudad de México que se vio invadida por hordas de los parias que alimentaban las veredas y caminos monteses y que se convirtieron en parias urbanos, vagos, carteristas, violadores, representantes del salvajismo de la gran urbe, los que mueren en cualquier cantina y matan ante cualquier desplante. Fue con luchadores y tianguistas de La Merced que se conformó el batallón Olimpia (1968) que luego fue los Halcones (1971). Hoy, a buen seguro, no es difícil encontrar quien mate por unos pocos pesos; los indígenas que asesinaron materialmente a los integrantes de Las Abejas en Acteal (1997) al parecer lo hacían por quinientos pesos y algo de droga. Muy poco, migajas: no saben al poder que están sirviendo. No hay, ni ha habido desde poco después de 1521 una noción de bien común, ni objetivos comunes; para muchos ni siquiera hay noción de bien particular: los mismos siempre, sin trabajar ganan; y los mismos siempre, trabajando pierden. Y la estupidez general de la humanidad facilita las cosas… Pero los mexicanos no me interesan, aunque ahora resurgen la vida y la muerte fáciles, gracias a la honda pobreza, a la gran humillación, al incansable rencor y al poder del narcotráfico: colgar cadáveres como escarnio, como hace miles de años, siempre la misma lección.

Caminar por las calles y estar pendiente de cada ruido, estar esperando el momento para lanzarte contra la amenaza, pasearse con la tensión perpetua comiéndote y con muy pocas fuerzas para seguir, ¿por qué seguir? Yo no sé… si solamente pudiera matarlos a todos, a todos. A ellos y a los otros, a los que se pasean en sus mustangs y que levantan murallas para que sus creaturas no los alcancen: son la misma basura oportunista y carroñera, son la misma mierda con diferente olor, o con el mismo, pero disfrazado. Todo es igual, todo se mueve igual, por sí mismo y nos usa como instrumentos viles y fácilmente reemplazables. Ni modo, así es la cosa.

Ayer yo no quería, o no estoy seguro, pero en esa calle sin alumbrado lo vi: un tipo cualquiera, con un traje fino, con unos zapatos llenos de lodo, con estrujando a una jovencita, con su sonrisa de simio brabucón, con el insulto en la boca y con un orgullo indecible —por inexplicable— a flor de piel, dispuesto a ser defendido ante cualquier amenaza. Ella no quería, pero él la forzaba; era, al parecer, la sirviente de su casa. A mí nadie me llamó a intervenir, ni siquiera ahora me explico cómo fue, sólo recuerdo que cada paso que daba para alejarme de ahí me dolía indeciblemente, tuve que regresar, tuve que decirle que la dejara. Él me miró, con una erección ridícula y los pantalones a medio bajar, con los ojos enardecidos: «lárgate pinche naco de mierda». Yo sólo lo veía y no me moví; él quiso continuar, pero súbitamente volteo: «¿Por qué no te vas a la chingada pendejo muerto de hambre?, ¿quieres varo?» Sacó un billete de cincuenta sin atreverse a dármelo, más porque pensaba que era mucho para mí que porque dudara en hacerlo. Al final no lo hizo. «¿Quieres a la vieja? ¡Es mía puto, MÍA!». La chica estaba ahí, con la blusa desgarrada, sin moverse; al parecer había salido de la casa huyendo y él la había alcanzado aquí, pero ahora ya no quería huir, esperaba. Yo me limitaba a mirar y él perdió la paciencia, ya no se aguantaba y sólo mi presencia le impedía saciarse de la inmundicia que es. Se me echó encima sin medir las consecuencias; si no lo hubiera hecho yo no me hubiera atrevido a atacarlo, en realidad, hasta ese momento sólo quería largarme de ahí, pero ya no podía, no sin la vergüenza del ridículo, y eso sí no lo soporto. Con facilidad introduje mi cuchillo en su abdomen y me aparté rápidamente, tal vez sin darse cuenta de lo que había pasado se abalanzó otra vez y ahora le corté el brazo. No fue sino hasta que vio la sangre que comenzó a sentir dolor y se tiró al piso lanzando maldiciones. La chica sólo atinaba a chillar hasta que súbitamente se fue sobre de él y le preguntaba si estaba bien y decía de su hijo y de que necesitaba el trabajo y de que no podría volver por él y de que iría a la cárcel. Me propuso que lo lleváramos al hospital y que podíamos decir que fue un asalto; yo, por única respuesta, deslice el cuchillo por el cuello del tipejo aquél y luego se lo clavé en los ojos. Ella chilló más y decía que su hijo estaba en la casa, que no sabía a dónde ir, ni qué hacer y que yo tenía la culpa. Y por un momento sentí culpa. Voltee a verla: su ropa vieja y descolorida, su blusa desgarrada, su cabello despeinado, su cara tierna, deformada por el dolor y por el miedo; de rodillas, chillando como cerdo, sujetando la cabeza de un cadáver sin saber qué hacer. Y yo, que sólo quería salir de ahí, encaminé mis pasos, pero nuevamente me dolían; voltee: me miraba, expectante y suspiraba con la cara enjugada de lágrimas. Me devolví, la alcance, la tomé del brazo y la levanté, la miré de frente, miré sus ojos grandes, enrojecidos y cristalinos… y sus pujidos. Lo más rápido y fuertemente que pude, la degollé también.

Yo creo que es un gran pecado que haya carne muerta y fresca y que se desperdicie de manera cobarde. Por lo menos podré comer cuatro días, pero sobrará mucha que se echará a perder; estoy sondeando a las personas que conozco, pero no parece fácil que la acepten. No quieren, dicen, que la imagen de los muertitos vaya con ellos. A mí me acompaña en las noches, a veces, el rostro del niño de la muchacha. Pero qué va, si la cosa es así…