Los demonios
Le gustaba caminar por estas calles feas, maltratadas, perforadas por la lluvia tenaz y por la ambición de los que tienen permiso para hacerse con todo lo que quieran pasando por encima de quien quieran —salvo de unos cuantos, cuya cuantía e identidad es a veces confusa y puede llevar a malentendidos sangrientos y de mal gusto—. Pues bien, eso era lo que conocía, lo que se le había presentado como compañía en sus agradecidos momentos de lucidez y lo que él apreciaba como si fuera parte suya y, más aún, la parte suya que mejor pasa el tiempo y que más siente el derecho de estar pisando el suelo que es más fuerte y más para siempre.
Un día le pidieron que se saliera de ahí, que se fuera, que había algo que tenía que encontrar en otro lado. Naturalmente, poco se sabe de lo que es la muerte, de por qué se quiere o de por qué se da. Sí, hay gente que da la muerte y sí, también hay gente a la que le sorprende —en esta historia, lo increíble es que todavía sorprenda— el ver cómo se evanesce la vida que es la sangre, cómo se detiene lo que con su movimiento ponía en el mundo los colores, la belleza esplendorosa de los campos (ahora reducida a los pocos metros de jardineras que todavía se encuentran por ahí, salvajes, retadores y llamativos), los dolorosos lamentos que hacen el murmullo del barrio tan familiar, los chillidos de los animales y los lúcidos reclamos de las genetes olvidadas ya mucho tiempo atrás. Hay personas que no se acostumbran a ver lo inevitable. Durante largas décadas se esmeraron en convertir a la muerte en rito privado, en apercibirse de su inminencia sólo cuando le tocaba a quien me es más cercano, sólo a aquellos pocos de los que me sería inevitable perdonar su ausencia.
Eran sólo los viejos los que miraban a la muerte a los ojos, los que se sentaban a su lado y veían pasar con ella a los incontables e inmemorables niños y adolescentes —que con su cuerpo tierno manifestaban que aún había en el mundo la suavidad aquélla, la fluidez aquélla, la desenvoltura aquélla, la esperanza en la propia vida de llegar a más (¿más qué?: más Yo) […]. La viudas eran pocas en aquél entonces: siete años marcan, a veces, una distancia muy grande. Pero ahora hasta los viejos se indignan de ver muertos a los que recibieron con sus manos el día en el que nacieron. Por alguna razón sienten que eso no está bien, que las manos que ahora están dejando para siempre debajo de la tierra son las que debieron cavar la tumba para ellos, las que esperaban que les dejaran alguna flor los primeros años y que rezaran por ellos, chance y así… quién sabe…
Los viejos más viejos dirían —sabrían— que a veces la piel es muy porosa y la sangre demasiado bronca. Recordarían tal vez los tiempos en los que una mentada, un empujón, una mirada demasiado altiva era suficiente, los tiempos aquellos en los que la dignidad no era una gracia, sino que se tenía que ganar en un mundo que invocaba para sí la saciedad como punto de partida, el arrebato como medio de consecución y el trabajo extenuante hacho para otros como medio para no meterse en problemas: agacharse y callar o desafiar y jugarse la vida. Tiempos complicados aquéllos, en los que no era tan difícil encontrar en una conversación el insulto que lo hizo perder el control, la imagen del cuerpo tendido en la tierra, de la cabeza destrozada por la piedra, de la botella que le perforó la garganta mientras continuaba queriendo gritar para defender su honor, que era todo su patrimonio.
No se puede decir que esos tiempos han resurgido de las profundidades de la tierra y se han elevado para volver a respirarse en nuestros aires, a pisarse en nuestros pies, a iluminar nuestros ojos y a llenar nuestra nariz con su fetidez silvestre… No, al menos, como eran antes; aunque se parecen mucho. Si se es honesto se ha de decir que, simplemente, han perdido lo silvestre. Ahora hasta a la muerte llegó la burocracia; la tortura, el encuentro del placer en el dolor ajeno ya no sólo son posibles para los que tienen dinero, también para los que sacaron la credencial del lado correcto. Los del poder creyeron que sería fácil escoger a quién le regalaban nuestra vida, nuestro trabajo, nuestro dolor, nuestra esperanza y nuestra muerte; querían que nuestra enajeneción fuera más elegante. Pues bien, no era tan fácil: No sólo arriba hay ambiciosos, ni sólo la ambición justifica el despojo. Creyeron que sería bueno convencernos de que la posesión era la única felicidad, y para conseguirlo nos quitaron todo lo demás, nos dejaron en la carencia de sustento y de perspectiva. Nos dijeron “el que no pise, será pisado”, y formaron su pirámide; un rumor se oyó a lo lejos: “córtales los tobillos”, y empezó la cortadera y los de más abajo empezaron a temblar; los de más arriba mandaron a los de enmedio más abajo, para reforzarlos y su pirámide empezó a parecerse más a un pilar y en el su piso veían un campo de batalla. No les fue mal: ahora están más arriba, pero más inestables. Ya encontrarán, sin duda, una forma de solucionarlo; tal vez —no sería la primera vez— los de abajo se lo harán más fácil. El secreto está en obligarlos a mirarse sólo entre ellos, a que no se den cuenta de dónde están los que están arriba, ni cómo es que está allí. Desde abajo se ven como un mito.
Y, pues, aquí en al barrio parece que sólo los árboles mantienen la tranquilidad. Ya no hay trabajo que alcance, ni oscuridad que no asuste, ni rostro desconocido del que no se sospeche. No hay sosiego. Hay algunos que se acostumbran al miedo, y eso es de temer, porque a lo que se acostumbra uno, deja de sentirlo. “Prefiero matar que temer por mi vida”. Y así es: o deja de importarte tu muerte y entras en la ruleta de los arrebatos, o sigues temiendo por ella y sólo te queda conseguir un escondite y hacerte viejo más pronto que los viejos de antes. Bueno, en realidad, no todos tienen elección.
En México hemos, pues, de vivir en el infierno: Donde buscar la felicidad es penado con el dolor y con la muerte… si hemos de vivir.
Cuando le pidieron que se fuera, le pedían así que saliera del infierno. Y él los miró, se sentó en una de esas piedras que son muy buen asiento, frotó sus manos sobre sus pantalones, levantó la vista: miró los árboles y los animales: —“Yo no veo un infierno… sólo veo, a veces, demonios…”
—Demonios hechos de carne, con botas en los pies, con gigantes camionetas negras y con armas de metal que son toda su vida y toda nuestra muerte y nuestro pesar. Los veo, pero no veo el infierno: el infierno lo siento, no se halla más allá de mis pies.
Así les dijo, y fue luego a la tienda por un refresco de vidrio. Volvió a su piedra, apoyó su mano izquierda en su rodilla, miró a los árboles y a los animales, tomó un sorbo de su refresco y suspiró.